//MENSAJE DOMINICAL:// Reactivemos el don de la fe

*XXVII domingo del tiempo ordinario

Pbro. Carlos Sandoval Rangel

“¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que me escuches, y denunciaré a gritos la violencia que reina, sin que vengas a salvarme? … Ante mí no hay más que asaltos y violencia, y surgen rebeliones y desórdenes” (Habacuc, 1, 2-3). ¡Cuántas veces no se habrá hecho este tipo de reclamo al Señor! ¡Cuántas veces no se habrá repetido durante estos años de tanta violencia en México y en el mundo! La respuesta de Dios es clara y contundente: “el malvado sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por la fe” (Habacuc, 2, 4).
Timoteo vive algo similar. La predicación se enfrenta a serios obstáculos por parte del Imperio Romano, por lo que san Pablo le aconseja: “Te recomiendo que reavives el don de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos. Porque el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de moderación” (Tim. 1, 6-8).
Sea la respuesta que el Señor da a Habacuc, ante su reclamo, como el consejo de Pablo a Timoteo, nos ponen en contexto de lo que el mismo Jesús quiere responder a los apóstoles por su petición. Éstos le piden: “Señor: auméntanos la fe”. A lo que Jesús contesta: “si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: arráncate de raíz y plántate en el mar y los obedecería” (Lc. 17, 5-6).
Efectivamente, el Señor siempre va llevando a sus apóstoles en el camino de la fe, camino que se consolidó con su muerte, resurrección y con la unción del Espíritu Santo. Sin embargo, como dice san Juan Crisóstomo, los apóstoles jamás trasladaron los árboles de un lugar a otro, pero sí hicieron cosas mucho más importantes, como transformar los corazones de tanta gente y vivir con firmeza su vocación, aun en medio de miles de adversidades. En eso está el milagro más grande de la fe.
La fe es no atrevernos a enfrentar los grandes retos de la vida sin la guía y el sostén de Dios. En realidad, la fe no es para cambiar montañas y árboles, eso es muy simple y hoy se pueden hacer con las máquinas. La fe es “comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús”, no obstante, las adversidades (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 183). Y cuanto más grandes sean las adversidades, más alta debe ser la fe. Por eso dice San Pablo: Porque el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de moderación” (Tim. 1, 6-8).
Santo Tomás, en su obra sobre el Credo, nos habla sobre los beneficios de la fe: el alma se une a Dios, anida en nosotros la vida eterna, dirige la vida presente y nos ayuda a vencer las tentaciones, especialmente la de vivir sin Dios. En ningún momento dice que creer en Dios signifique vivir en un paraíso, sin que nada nos moleste. Aunque sí me lleva a trabajar para que el mundo sea mejor.
La fe lo que hace es activar nuestro ser, para ayudarle a Dios a que las cosas sean mejores para todos, no sólo para mí. En la biblia -explica el Papa Francisco- se reconoce el corazón como el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad y la afectividad” (Lumen fidei, 26). Por eso, si la fe toca el corazón, la persona se transforma, porque reactiva todo el ser.
Cuando la fe no toca ni renueva el corazón y, por tanto, no activa el ser, en la práctica, equivale a una fe muerta, dormida, que mantiene al sujeto sometido a las circunstancias. En cambio, la fe viva, que sana y revitaliza el corazón, siempre da fuerza, trabaja por las metas más altas, vence obstáculos y supera los imposibles.
En definitiva, la satisfacción de la fe no es que Dios me cuide para que nadie me moleste, sino, la dicha de cumplir la voluntad de Dios. Por eso dice Jesús: “Así también ustedes, cuando hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan: no somos más que siervos, sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc. 17, 10). ¡Esto sí nos garantiza lo mejor!