TODOS SE REÚNEN Y VIENEN A TI
*Fiesta de la epifanía
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
“Unos magos de Oriente llegaron entonces a Jerusalén y preguntaron: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo” (Mt. 2, 1-12). La presencia de los magos, que después de pasar por Jerusalén y de interrogar a Herodes llegaron al pesebre, nos da dos lecciones contundentes: por una parte, nos recuerda que Dios es para todos y, por otra, nos enseña que para encontrar a Dios necesitamos un corazón humilde y abierto.
San Mateo usa el término “Oriente” sin precisar el lugar exacto de donde provenían los magos, lo que, para muchos, indica la intención de privilegiar el sentido de la universalidad. Ya después la tradición les ha puesto nombres y colores de piel subrayando lo mismo. Partiendo de esto, nunca perdamos de vista que el proyecto de humanidad querido por Dios es universal. Muchos de los conflictos religiosos antiguos y actuales, se dan a partir de una visión localista de Dios. Para los judíos, la predilección que Dios quiso darles, la traducían como una exclusividad de Dios para ellos. De ahí que el profeta Isaías da un primer paso para romper con esta visión: “Te inundará una multitud de camellos y dromedarios, procedentes de Madián y de Efá. Vendrán todos los de Sabá trayendo incienso y oro y proclamando las maravillas de Dios” (Is. 60, 4-6). Es el anuncio de un Dios que hace resplandecer su luz más allá de los límites geográficos de un pueblo.
El Concilio Vaticano II retomó esta visión universal de la salvación, frente a la cual la Iglesia no puede perder su tarea fundamental: ser sacramento universal de salvación (L.G. 1). “La salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos y Dios ha gestado un camino para unirse a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos” (Francisco, E. G. 112). De acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre, “esto implica ser fermento de Dios en medio de la humanidad” (E. G. 114). De ahí lo pobre que se vuelve la visión de la Iglesia cuando ésta se busca a sí misma, renunciando a ser fermento de Dios en bien de la humanidad y, todavía peor, cuando se convierte en aduana de las bondades divinas, en vez de servir con alegría, como lo señala el Papa Francisco.
La Iglesia, fiel a lo revelado en la fiesta de la Epifanía, está llamada a una actitud de diálogo a todos los niveles y con todos los hombres, con los creyentes y los no creyentes, con los diversos organismos y grupos que buscan el bien de la humanidad. Sólo así se puede compartir, en cada espacio, la savia del Evangelio. Dios no se puede encerrar en un pueblo, en un territorio, en una cultura o en una raza. Dios mismo se gloría en las diversas expresiones culturales e, inclusive, las expresiones personales con que se vive la fe son parte de la riqueza querida por Dios.
Pero los magos nos hacen ver que la presencia de Dios se da también en las expresiones más simples y cotidianas. Ellos encontraron la grandeza de Dios vivo y glorioso en la pobreza de un niño envuelto en pañales y recostado en el pesebre. Buscaban la verdad en el estudio de las estrellas, pero aquel niño les permitiría dar un sentido nuevo y definitivo a sus vidas.
La sencillez de los magos les permitió descubrir la verdad de Dios tal cual Él es, evitando así dar a la fe un tono individualista y subjetivo. Su humildad les permitió conocer y adorar al verdadero Dios, como Él mismo quiso manifestarse en aquel pequeño niño envuelto en pañales.
Contrario a los magos, cuando un corazón está lleno de sí mismo nunca entenderán la Verdad más alta y noble como se revela en el pesebre. Tenemos el caso de Herodes y con las autoridades religiosas de Jerusalén, a quienes la soberbia, el miedo y las inseguridades les marginó del bien supremo.
Herodes y todo Jerusalén con él buscarían al niño para matarlo, porque así es el mundo ciego, el mundo que, desde la ignorancia, la soberbia, la ceguera del poder y las falsas seguridades reacciona contra Dios.
¡Vamos también nosotros a adorar al niño! Pero no bajo un ritualismo vacío e idólatra, sino bajo un culto que celebra la presencia de Dios y que aprende a vivir de Él.