//MENSAJE DOMINICAL://El pecado lastima nuestra identidad
*Primer domingo de cuaresma
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
El demonio nunca estará conforme de que Dios nos haya hecho a su “imagen y semejanza”, no está de acuerdo en que ahí radique nuestra máxima identidad y dignidad; no está de acuerdo en que Dios haya infundido en nosotros su hálito de vida. Pero no pudiendo borrar algo que pertenece a nuestro ser, entonces busca que al menos actuemos de modo distinto a lo que somos. Ahí radica el origen del pecado.
No es cierto, dice el demonio, que si comen del árbol que está al centro del jardín van a morir, lo que pasa es que “Dios sabe que el día que coman de los frutos de ese árbol se les abrirán los ojos y serán como Dios, que conoce el bien y el mal” (Gn. 3, 5). Ellos comieron y, efectivamente, se les abrieron los ojos y “se dieron cuenta de que estaban desnudos” (Gn. 3, 6-7), pero no fueron dioses. El ser humano aspiró a ser como Dios, no se conformó con ser imagen de Dios. Esa es la esencia del pecado, atrevernos a llevar la vida al margen de Dios. Hacer a un lado los planes amorosos y llenos de la sabiduría divina.
Pero al demonio no solo le pesa que Dios nos haya creado a su imagen y semejanza, sino que le pesa, aún más, que el amor de Dios sea tan grande que después de haber pecado nos siga amando y piense en redimirnos y hasta hacernos sus hijos. Y si ya perturbó la obra de la creación, ahora quiere, también, desviar la obra de la salvación. Cuando el Señor Jesús sintió hambre y, por lo tanto, físicamente estaba débil, se acerca el demonio para tratar de confundirlo en su identidad de Hijo de Dios. Quiere invitarlo a llevar su vida al margen de la voluntad del Padre, para lastimar su identidad de Hijo predilecto que viene a salvarnos. El demonio usa con Jesús la sutileza que usó con nuestros primeros padres: “Si tú eres el Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes” (Mt. 4, 3). No suena nada mal la propuesta: tienes necesidad, puedes hacerlo, hazlo. Pero para Jesús hay algo más esencial, no debe obedecer al demonio antes que a Dios. Por eso, su respuesta: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino también de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4,4).
Luego lo puso en la parte más alta del templo y le dijo: “Si eres el Hijo de Dios, échate para abajo, porque está escrito: Mandará a sus ángeles que te cuiden y ellos te tomarán en sus manos, para que no tropiece tu pie en piedra alguna” (Mt. 4, 6). Pero Jesús no viene a conquistarnos haciendo cosas espectaculares, ni los ángeles están a su servicio para provocar a Dios. De ahí la respuesta de Jesús: “También está escrito: no tentarás al Señor, tu Dios” (Mt. 4, 7).
La tercera tentación que presenta el demonio, tiene como fin provocar a Jesús buscando un camino fácil: Tú vienes para reconquistar el mundo, yo te lo entrego, solo tienes que adorarme. Pero Jesús le replicó: “Retírate de mí Satanás, porque está escrito: adorarás al Señor, tu Dios, y a Él solo servirás” (Mt. 4, 10).
Jesús, con las tentaciones, recoge la debilidad humana desde los comienzos de la historia e, igual, abraza lo actual. Acoge todo para redimirlo y transformarlo.
Por otra parte, no perdamos de vista algo fundamental: Jesús, después de cuarenta días, estaba débil en su cuerpo, pero no en su Espíritu. De hecho, señala el evangelio: “fue conducido por el Espíritu al desierto”. De ahí debe partir el secreto de la vida cristiana: haremos valer nuestra gran dignidad de creaturas hechas a imagen y semejanza de Dios y nuestra dicha de ser sus hijos, en la medida que nos dejemos guiar por el Espíritu. Sin el Espíritu Santo, en la misma oración y las obras de penitencias o en cualquier otra acción humana, corremos el riesgo de buscarnos a nosotros mismos. Nosotros oremos con la fuerza del Espíritu no para buscarnos a nosotros ni para no ser tentados, sino para que, entendiendo la voluntad de Dios, no seamos vencidos (cfr. San Beda).
De una cosa estemos absolutamente seguros: Dios hará hasta lo imposible para que el hálito de vida que infundió en nosotros en la creación (Gen. 2, 7), llegue ahora a su plenitud en la redención (Cfr. Rom. 5, 17).