//MENSAJE DOMINICAL:// Un llamado para todos
*Fiesta de la epifanía
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
María y José nos siguen compartiendo la dicha de un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre, que trae la gloria divina como un don para todos. Hoy, también, llegan a adorarlo los Magos. Ellos nos recuerdan que Dios es para todos y que para encontrar a Dios necesitamos un corazón humilde y abierto. Su humildad y su búsqueda sincera de la verdad, les permite encontrar la grandeza de Dios vivo y glorioso en la pobreza de un niño envuelto en pañales y recostado en el pesebre.
Este hecho nos recuerda que Dios es universal, es para todos. Muchos de los conflictos religiosos antiguos y actuales se dan a partir de una visión localista o limitada sobre Dios. Para los judíos, la predilección que Dios quiso darles la traducían como una exclusividad y eso les dificultó entender la llegada de un Mesías que no tiene problemas para encontrarse con nadie. Ya lo anunciaba el profeta: “Te inundará una multitud de camellos y dromedarios, procedentes de Madián y de Efá. Vendrán todos los de Sabá trayendo incienso y oro y proclamando las maravillas de Dios” (Is. 60, 4-6). Es el anuncio de un Dios que hace resplandecer su luz más allá de los límites de un pueblo.
El Concilio Vaticano II retomó esta visión, frente a la cual la Iglesia no puede perder su tarea fundamental: ser signo universal de salvación (L. G. 1). “La salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia es para todos y Dios ha gestado un camino para unirse a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos” (Francisco, E. G. 112). De acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre, “esto implica ser fermento de Dios en medio de la humanidad” (E. G. 114). De ahí lo pobre que se vuelve la visión de la Iglesia cuando ésta se busca a sí misma, renunciando a ser fermento de Dios en bien de la humanidad y, todavía peor, cuando se convierte en aduana de las bondades divinas, en vez de servir con alegría, como lo señala el Papa Francisco.
La Iglesia, fiel a lo revelado en la fiesta de la Epifanía, está llamada a una actitud de diálogo a todos los niveles y con todos los hombres, con los creyentes y los no creyentes, con los diversos organismos y grupos que buscan el bien de la humanidad, de modo que en cada espacio comparta la savia del Evangelio. Polarizar el mundo entre creyentes y no creyentes o entre quien piensa como yo y los que no, no va con el espíritu del Evangelio. Dios no se puede encerrar en un pueblo, en un territorio, en una cultura, una raza o en un modo muy personal de entender la fe. Sin perder lo esencial, Dios mismo se gloría en las diversas expresiones culturales e, inclusive, las mismas expresiones personales con que se vive la fe son parte de la riqueza querida por Dios.
El otro aspecto especial que nos regalan los magos es la sencillez con que buscan la verdad. Esto les permitió descubrir la verdad de Dios tal cual Él es, evitando así dar a la fe un tono individualista y subjetivo. Estos hombres, venidos de Oriente (Mt. 2, 1-12), representaban a las diversas razas de la tierra, como ya lo había profetizado el profeta Isaías (60, 1-6) y, por tanto, representaban también los variados modos de entender a Dios. Pero, ahora, su humildad les permitía conocer y adorar al verdadero Dios, como Él mismo quiso manifestarse en aquel pequeño niño envuelto en pañales.
Por desgracia, muchos corazones cerrados a las cosas de Dios, cegados en las visiones más pobres de la vida por estar llenos de sí mismos, nunca entenderán una Verdad tan alta y noble como la entendieron los magos en el pesebre. También sucedió así con Herodes y con las autoridades religiosas de Jerusalén, a quienes la soberbia, el miedo y las inseguridades les marginó del bien supremo.
Herodes y toda Jerusalén con él buscarían al niño para matarlo, porque así es el mundo ciego, el mundo que, desde la ignorancia, la soberbia, la ceguera del poder y desde las falsas seguridades reacciona contra Dios.
¡Vamos también nosotros a adorar al niño! Pero no bajo un ritualismo vacío e idólatra, sino bajo un culto que celebra la presencia de Dios y que aprende a vivir de Él.