//MENSAJE DOMINICAL:// La misericordia de Dios no tiene límites

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*IV domingo de cuaresma


Pbro. Carlo Sandoval Rangel

San Pablo nos recuerda la verdad más agradable de nuestra fe: “La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados y él nos dio la vida con Cristo y en Cristo”. En definitiva, como dice el Papa Francisco: “El perdón de Dios por nuestros pecados no tiene límites” (M. V. 22).

Al leer las páginas de la Sagrada Escritura, podemos advertir las innumerables infidelidades de los hombres contra Dios, pero del mismo modo constatamos lo infinito que es el perdón de Dios. El libro de las Crónicas, por ejemplo, nos presenta la exhortación dura que el Señor hace a los sacerdotes y al pueblo para que se aparten de las abominables costumbres de los paganos. Pero ellos despreciaron a Dios. El pueblo terminó cayendo en sus propias trampas, lo cual le costó ir como esclavo a Babilonia.

Pero Dios tiene el poder de convertir la debilidad en fortaleza, Él saca comprensión de donde solo hay prepotencia y sucio poderío. Así lo experimentó el pueblo de Israel: el pueblo lloraba sus errores, pero Dios movió el corazón a un rey pagano, como lo narra el libro de las Crónicas: “Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha mandado que edifique una casa en Jerusalén de Judá. En consecuencia, todo aquel que pertenezca a este pueblo, que parta hacia allá y que su Dios lo acompañe” (2 Crón. 36, 23).

¿Cuál era la condición para recobrar la libertad? Reconocerse parte del pueblo. Así lo dice Dios, por boca de Ciro: “Aquel que pertenezca a este pueblo, que parta hacia allá, y que su Dios lo acompañe”. De ese modo, iniciaba la reconstrucción material y espiritual del pueblo.

La misericordia divina que encontramos a lo largo de la historia de la salvación, llega a un punto culminante y supremo en la Cruz de Cristo. Así lo anuncia Jesús a Nicodemo: “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna” (Jn. 1, 14). Y tuvo cumplimiento en el Gólgota. Desde entonces, la Cruz de Cristo representa “el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la certeza del amor y de la vida” (Francisco, M. V. 21).

Cada vez que estemos frente a una Cruz, con profunda humildad, reconozcamos no solo las infidelidades de la humanidad en general, sino, especialmente, las personales. Cada pecado es reafirmar que Cristo llegó a la Cruz sentenciado por la indiferencia, la cobardía y, en general, por la maldad humana. Pero, sobre todo, es recordar que desde ahí Dios nos demostró que su misericordia es infinita y que por ella vivimos.

La cruz, en sí misma, con una lectura solo humana, significa crueldad, maldad, aberración; pero Cristo, por voluntad de Dios, la convierte en signo de misericordia, de redención. Se convierte en el remedio. Así lo entendieron los cristianos desde los primeros años. Por eso, aparece pintada y grabada en las catacumbas, en paredes y sarcófagos. Tertuliano, entre otros, habla de la señal de la cruz que se hacía en el pulgar y en el índice de la mano derecha y que se trazaba sobre la frente. Igual, cuando la Iglesia salió de las catacumbas y empezó a hacerse presente en las casas, se usaba la cruz como uno de los signos importantes que distinguía a los cristianos.

Por eso, como dice San Juan Crisóstomo: “Que nadie se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación… llevemos más bien por todas partes, como corona, la Cruz de Cristo”.


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