//MENSAJE DOMINICAL:// ¡Oh, augusta Trinidad!

//MENSAJE DOMINICAL:// ¡Oh, augusta Trinidad!

Pbro. Carlos Sandoval Rangel

Después de vivir los misterios más importantes de nuestra salvación, hoy celebramos el misterio de la Santísima Trinidad, que es la fuente de todo, sea en el orden de la creación, como de la salvación. Celebramos el misterio de Dios en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No se trata de una verdad abstracta en la que hay que creer sin más, porque así nos lo dijeron, sino que celebramos y creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo que nos ha mostrado su ser en cada acto de amor, para salvación de la humanidad.
Dios es Trinidad y la misión de la Iglesia también es trinitaria, así lo afirma Jesús después de resucitar: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a cumplir todo cuanto yo les he mandado” (Mt. 28, 18-20).
No nos quedemos en la Trinidad como un misterio abstracto y difícil de comprender, que simplemente hay que aceptar y celebrar. No, la Trinidad es un misterio difícil para el entendimiento, pero se hace muy accesible al ser humano a través de hechos reales de amor, de realidades que salvan y nos hacen ser. Es un misterio dinámico y amoroso, que nos salva.
La Trinidad no solo nos llama a participar de su amor, sino que también nos facilita comprender el misterio mismo del ser humano; más aún, la persona sólo encuentra su significado último y pleno en la Santísima Trinidad. Dios, al hacernos a su imagen y semejanza nos hizo personas, como Él es persona. Por eso, Dios es un ser vivo y personal. Pero, además, así como las tres personas divinas viven en perfecta comunión y no son sin la comunión amorosa que les une, de igual modo, el ser humano no es pleno sin la vida en comunión con los demás. De ahí que el hombre aislado o cerrado en sí mismo, soberbio, individualista y egocéntrico, siempre será incomprensible para sí mismo y para los demás.
El ser humano, siendo imagen y semejanza de Dios, sólo resplandece a la altura de su ser, en la medida que su existir sea personal y comunitario. Por eso, cuando comulgamos el cuerpo de Cristo, estamos mostrando nuestra comunión no sólo con Dios, sino que también nos estamos comprometiendo a vivir bien con la comunidad, con los demás.
Dicen los obispos en Aparecida: “… la belleza del ser humano está toda en el vínculo de amor con la Santísima Trinidad” y la plenitud de nuestra libertad está en la respuesta positiva que le damos (Aparecida, 141).
La Iglesia, como cuerpo místico de Cristo, engendra a sus nuevos hijos por el bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, perdona los pecados y administra cada uno de los sacramentos en nombre de la misma Trinidad. Por eso, dice San Pablo: “El mismo Espíritu Santo, a una con nuestro propio espíritu, da testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rom. 8, 16). Sin la Trinidad, la Iglesia y cada cristiano simplemente pierde sus más altas dimensiones.
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom. 5, 5). Y es, precisamente, el Espíritu quien trabaja en la intimidad de nuestro corazón, desde ahí hace germinar la verdadera religión, la fe en su más alta expresión. Desde esa interioridad, asistida por el Espíritu, el creyente vive la convicción y la cercanía con Dios en su más sublime misterio como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
“Tú, Trinidad eterna eres mar profundo, en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro, más te busco” (Santa Catalina de Siena, Diálogo, 167).
Gloria al Padre, gloria al Hijo y gloria al Espíritu Santo…

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