//MENSAJE DOMINICAL:// La fe cristiana no permite ambigüedades
*XXIV domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
Uno de los grandes motivos de la presencia de Jesús entre nosotros es para evitar que sigamos buscando a Dios de modo ambiguo. La fe, como camino que da vida, es posible cuando los principios esenciales son claros. De ahí, lo contundente que se vuelve hoy la palabra de Dios.
Jesús aprovecha el camino hacia Cesarea de Filipo para plantear dos preguntas importantes a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”, “y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? La respuesta de Pedro es clara y contundente: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Sin esta verdad siempre habrá el riesgo de pensar en la fe como un dato cultural, una doctrina religiosa más o ver a Jesús solamente como un personaje distinguido de la historia; al grado de que hay quienes, incluso cristianos, dicen que da lo mismo cualquier religión.
Cristo es el Mesías, el hijo de Dios vivo, pero para hacer posible su misión, como tal, escoge un camino, que es el único: la Cruz. “Se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día” (Mc. 8, 27-35). Para los apóstoles, como para muchos de nosotros en la actualidad, a la Cruz se le identifica con desgracia humana, contingencia, fracaso, de ahí que se vuelve difícil entender el camino de la Cruz. Será difícil para Jesús que sus discípulos entiendan que la Cruz le regresa al hombre su trascendencia, evita que la fe quede sólo en un sentimiento religioso o en el entusiasmo ocasional. A pesar de que la Cruz implique tener que vencer obstáculos y aguantar sufrimientos, nos ayuda a no quedarnos en las cosas superfluas de la vida, sino a descubrir la verdad y el amor contundente de Dios, que satisface plenamente las necesidades de la voluntad, del entendimiento, de los sentimientos y que, en general, recupera la integridad de nuestro ser. Dios lo dio todo, para recordarnos lo que valemos.
La Cruz es el camino del Mesías, pero es también el camino del verdadero creyente. Dice Jesús: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”. Pero, el camino de la Cruz no es fácil cuando el mundo lucha por satisfacciones solo inmediatas, sensiblemente intensas y cuando se busca la seguridad en lo que se acaba.
Cristo en la Cruz nos mostró que la vida se vuelve plena cuando aprendemos la dicha del don de sí. Y eso, no limita a nadie, pues “el don de sí” lo ejercemos en todos los campos de la vida. El don amoroso ensancha el corazón y engrandece a la persona. De ahí que, el apóstol Santiago nos insista: ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no lo demuestra con obras?… supongamos que algún hermano carece de ropa y de alimento necesario para el día, y que uno de ustedes le dice: que te vaya bien; abrígate y come, pero no le da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué le sirve que le diga eso? Así pasa con la fe; si no se traduce en obras, está completamente muerta” (Sant. 2, 14-18). El camino de la Cruz es tener la capacidad de voltear y preguntarnos qué necesita el otro. Es acercarnos a los demás del único modo digno: amándoles con obras concretas, como lo sugiere el apóstol Santiago. Se trata de único modo, como la Iglesia puede ser creíble frente al mundo de hoy (Papa Francisco).
En definitiva, la fe, que tiene como camino la Cruz, se hace vida en las obras de amor. “La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de amor que se recibe y comunica como experiencia de gracia y gozo” (Benedicto XVI, La puerta de la fe 7). Esta fe es la que nos hace fecundos, es la fe que da vida.