//MENSAJE DOMINICAL:// Urgen profetas en las circunstancias actuales
*XXVI domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
Corrieron a avisarle a Moisés que en el campamento había dos hombres profetizando y le pidieron que, por favor, se lo prohibiera, a lo cual él responde: “¿Crees que voy a ponerme celoso? Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre ellos el espíritu del Señor” (Nm. 11, 29). Algo similar sucede en el evangelio: “Juan le dijo a Jesús: Hemos visto a uno que expulsaba a los demonios en tu nombre, y como no es de los nuestros, se lo prohibimos. Pero Jesús respondió: no se lo prohíban, porque no hay ninguno que haga milagros en mi nombre, que luego sea capaz de hablar mal de mí. Todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor” (Mc. 9, 38ss).
Es claro, “el don de Dios” no está sujeto ni a lugares ni a personas ni a determinadas circunstancias. Dios no le pertenece a nadie en propiedad. Enseña el Papa Francisco: Las maravillas de Dios se manifiestan de modos infinitos y no se pueden encerrar en pequeños formularios. No caigamos en la tentación de lo que el Papa llama la mundanidad espiritual, la cual “se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia… igual, se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es precisamente el pueblo de Dios” (E. G. 93.95).
Ante estas limitantes humanas, el Señor Jesús aprovecha para recordar dónde radica la esencialidad y la belleza de la fe: “Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa” (Mc. 9, 47-48).
Ante la infinitud de necesidades que el mundo vive, cuánto quisiera Dios que todos nos decidiéramos a ser sus profetas: “ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos el espíritu del Señor” (Núm. 11, 29). El mundo necesita de muchos y buenos profetas. Las personas de bien, así hablemos, por ejemplo, de un Francisco de Asís, de Martin Luther King, de Gandhi, de los mártires mexicanos o personajes más recientes como Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, muchos hombres y mujeres que han consagrado su vida a la investigación para aportar cosas buenas, todos ellos, ¡cuánto bien han hecho a la humanidad, cuántos buenos frutos hemos podido cosechar gracias a ellos!
Ser profeta es hablar y actuar en favor de las cosas buenas, es luchar por el bien de las personas, como lo quiere Dios, pero es, sobre todo, permitirle a Dios que Él hable y actúe a través de nosotros. Ser profeta es permitirle a Dios que trasforme nuestro corazón, que ilumine nuestra mente, para que nuestra vida sea un signo de su presencia.
Ser profeta hoy es ayudarle a Dios a dignificar la vida humana en el hogar, en el vientre materno, en el trabajo, en la diversión, en la escuela, en la política y en cada espacio donde el hombre vive y actúa. Pero el profeta hoy tiene un matiz peculiar, debe ser el S. O. S. de la humanidad injustamente maltratada, necesitada de un profundo humanismo, urgida de que cada persona vuelva a ser lo más significativo, lo más valioso. Urgen profetas que rescaten el significado del ser humano de entre el materialismo abrumador que lo ahoga todo (cfr. Sant. 5, 1-6).
No tengamos miedo a ser los profetas de hoy, muchos con la biblia en la mano, muchos predicando en los templos o en las casas, pero muchos más siendo testigos de la verdad, viviendo la justicia, dando esperanza y ofreciendo contenido ahí donde Dios se ha vuelto insignificante. Que surjan profetas que hagan resplandecer la verdad en esos nuevos areópagos donde se toman decisiones que afectan a todos y donde se generan las culturas y las inercias que mueven al mundo.
Que jamás, en nombre de una presunta pureza religiosa, se le pongan barreras a aquellos que, con rectitud de corazón, desean cooperar en una razonable humanización del mundo.