//MENSAJE DOMINICAL:// ¡Que hable Dios!

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*Segundo domingo de Adviento


Pbro. Carlos Sandoval Rangel


¡Si el mundo callará para oír a Dios! Hace más de dos mil años, “vino la Palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías” (Lc. 3, 1-6). Muchos se enteraron de esto y, deseosos de que las cosas, de verdad, sean diferentes, se metieron a ese silencio del desierto para escuchar algo absolutamente nuevo. Ahí el profeta habló de parte de Dios: “Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos”.
Kierkergaard, filósofo danés de finales del siglo XIX, decía: el mundo está enfermo, la condición de la vida humana no goza de buena salud. Y hoy podemos agregar: dicha enfermedad se ha ido intensificando, más aún, estamos en terapia intensiva. Pareciera que el ser humano lucha a toda costa para perder el encanto de su condición humana. Pero el filósofo danés agrega que si él fuera médico y le preguntaran qué sugiere para curar al mundo, él respondería: “Guardar silencio”. El mundo, la humanidad, necesita silencio. Todos necesitamos mucho silencio. Y no se trata sólo del silencio frente al ruido ensordecedor, sino, ante todo, ante tantos ruidos que perturban y seducen de modo equivocado el corazón.
Necesitamos callarnos para que hable Dios, necesitamos guardar silencio para enterarnos cómo está pasando su vida el hermano que está a nuestro lado. ¡Que el mundo calle un poco! Para que renazca la belleza del ser humano y, desde luego, la belleza de Dios; pero cómo podríamos lograrlo cuando estamos saturados de cosas e intereses superficiales, si no nos damos tiempo para pensar y reflexionar.
El remedio del silencio, desde luego, no lo descubrió Kierkergaard, pues en realidad “el silencio” es la propuesta que, desde siempre, Dios nos ha dado. Cada uno de los profetas, de los patriarcas, de los grandes pensadores y transformadores de la historia han sido gente de silencio, de reflexión, de análisis.
El Bautista, como lo presenta el evangelio, se vuelve ejemplar en el método del silencio: “Vino la Palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías” (Lc. 3, 2). La tradición bíblica nos presenta el pecado y, en general, los errores humanos como un no prestar oído a la Palabra, como una ruptura a la amistad con Dios. De igual modo, la enfermedad actual de la humanidad tiene como una de sus causas fundamentales la desobediencia, la no escucha, la cerrazón a los principios básicos de la vida humana (cfr. Benedicto XVI, Verbum Domini, 27). Mientras que, por el contrario, la atención a la Palabra de Dios y, en general, la meditación de la sabiduría divina, esclarecen las confusiones y hacen resurgir las verdades esenciales.
Por eso, el Bautista va al desierto, pues desde el silencio que impone el desierto quiere hacerse sensible y dócil a la Palabra divina. Desde ahí quiere preparar el camino. El desierto, nos lleva de modo automático a optar por lo esencial, pues ahí no podemos cargar cosas de más, ya que nos estorban. En el desierto el silencio es obligatorio, por eso, es más fácil asimilar la riqueza de la Palabra de Dios. Sin el silencio, dicha Palabra, ¿cómo podría reposar en nuestro corazón? Desde el silencio del desierto irrumpió la voz del Bautista para esclarecer la vida de muchas mujeres prostituidas, servidores públicos, líderes religiosos y tantos más, que se convirtieron y encontraron el camino hacia Dios.
Si queremos que el mundo sea diferente, necesitamos como dijo Kierkergaard y como lo hizo el Bautista: “guardar silencio”. Por desgracia, hoy el ruido, para muchos, se ha convertido en una nueva adicción. Necesitamos aplanar las montañas de la pereza, la indiferencia que anestesia, del orgullo y la vanidad, pues ahí se anidan tantos elementos que nos estorban, que nos pesan y hacen fatigosa la vida.
Sin algo de silencio exterior e interior, el Adviento se quedará en un tiempo más, sin llevarnos a Dios y sin generar encuentro con los otros, en el nivel que exige su dignidad. Sólo la voz de Dios llena los vacíos y rebaja las colinas que complican la fluidez de las cosas buenas en nuestro corazón.

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