//MENSAJE DOMINICAL:// Nada sin la misericordia divina

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*V domingo del tiempo ordinario


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

¿Qué somos sin el amor misericordioso de Dios? Basta detenemos un poquito para advertir que somos nada frente a la grandeza de ese amor que lo sobrepasa todo, para darnos cuenta de lo pequeño que somos frente a la belleza y el encanto de Dios.
Tenemos experiencias como la de Isaías: “¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros… (Is. 6, 5)”. Lo mismo sucede con el apóstol Pedro, quien al ver la pesca milagrosa, se arroja a los pies de Jesús para decirle: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador! (Lc. 5, 8)” Por su parte, San Pablo, frente a la misión sagrada y delicada que Dios le encomienda, se define como un aborto (1 Cor. 15, 8). En realidad, no podemos ser buenos creyentes sin considerar que somos nada sin la misericordia divina.
Dice el Papa Francisco: “Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia… que es el acto último y supremo con el que Dios viene a nuestro encuentro… es la vía que une a Dios y al hombre” (M. V. 3). Pero esto no es fácil, pues nuestra condición de pecadores no sólo nos hace sentirnos indignos, sino que, también, en muchos casos, nos hace poner en duda las propuestas de Dios. Imaginemos, por ejemplo, las dudas muy humanas de Pedro respecto a las palabras del Maestro: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada”. Y si se arriesga y al final regresa de nuevo sin nada, será, incluso, víctima del juicio de los demás. Se trata, tal cual, de las dudas existenciales frente a las propuestas de Dios. Ahora, dichas dudas, en el tiempo actual, se vuelven más agudas, pues hoy la mentalidad nos exige no hacer nada sin primero calcular técnicamente los resultados.
Desde luego, el creyente no puede vivir bajo el reproche de sus pecados, ni puede anteponer los cálculos humanos a los divinos. Por eso, el camino de la fe lo primero que nos ofrece es la asistencia divina. Isaías se espanta de su pecado, pero también sigue narrando su experiencia: “Después voló hacia mí uno de los serafines. Llevaba en la mano una brasa… Con la brasa me tocó la boca, diciéndome: Mira: Esto ha tocado tus labios. Tu iniquidad ha sido quitada y tus pecados están perdonados” (Is 6, 6-7). Igual, Jesús se dirige a Pedro para indicarle con contundencia: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres” (Lc. 5, 10). Pablo, por su parte, nos dice: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy” (1 Cor. 15, 10). Con justa razón el Papa Benedicto XVI, a propósito del año de la fe, nos decía: “Es decisivo recordar la historia de nuestra fe, donde se entrecruzan la santidad y el pecado” (Porta fidei). Se entrelazan nuestras caídas y el amor de Dios que nos da la mano y nos levanta. Así ha sido el caminar de todos los pueblos, de la Iglesia y de cada creyente. El camino se vuelve incierto, a causa de tanta fragilidad que envuelve al mundo, pero se llena de esperanza al saber que no estamos solos, que, por encima de nuestras limitaciones, contamos con la asistencia divina.
La Iglesia administra la misericordia y, a la vez, vive de ella. “Mientras que Cristo, Santo, Inocente, sin mancha (Hb 7, 26) no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cfr. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y renovación” (L. G. 8).
Bajo la conciencia de nuestras limitaciones, pero también con la confianza en la fidelidad y bondad divinas, qué saludables se vuelven las palabras del salmista: “Señor, tu amor perdura eternamente; obra tuya soy, no me abandones”.
El Papa nos recuerda las palabras de San Agustín: “Es más fácil que Dios contenga la ira que la misericordia”. En ese Dios, pongamos nuestra confianza; de este Dios, vivamos.

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