Yo soy la Madre del verdadero Dios por quien se vive
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
Cuando falta Dios, falta todo; así lo entendió el pueblo náhuatl. Si los conquistadores, los habían despojado de sus tierras, les habían destruido su cultura y su religión, entonces, ¿ahora con qué motivo vivimos? ¿Dónde queda ahora nuestra esperanza, en qué creer, para qué vivir? Las preguntas radicales de aquellos pobladores, nuestros antepasados, eran: ¿Nuestros dioses han sido vencidos? ¿Acaso Dios ha muerto para dar paso a unos nuevos señores?
A pesar de la labor evangelizadora de los frailes misioneros, que se esforzaban por mostrar la dulzura y misericordia divina, los hechos violentos de los conquistadores impedían ver ese rostro amoroso del verdadero Dios que ellos anunciaban. Pero es aquí, donde aparece el hecho portentoso de María de Guadalupe, para afirmar: “Yo soy la Madre del verdadero Dios por quien se vive”. Palabras que podemos traducir: Dios no ha muerto, y por lo tanto podemos seguir viviendo de Él. Y así fue, de las palabras maternas de María de Guadalupe resurgió la esperanza, de su presencia surgió el nuevo pueblo, el pueblo creyente, el pueblo de México, que para siempre se identificará como el pueblo guadalupano. Gracias a la fe y al amor que nos trajo la virgen morena, en el nuevo pueblo cabemos el español y el indígena, el mestizo y el criollo, el pobre y el rico; cabemos todos, porque ella está en el corazón de este pueblo y para ella todos somos sus hijos predilectos.
En eso consiste el más grande milagro de María de Guadalupe. Es un milagro su aparición, su imagen, pero lo es más su amor y su capacidad para volver a dar luz y vida al pueblo que caminaba en tinieblas y en sombras de muerte. Ese es el más grande milagro que debemos buscar todos en ella; que su amor nos haga vivir y luchar, que su amor nos acerque más y más al Dios de la vida, para que la muerte, la violencia y el desapego a Él dejen de generar sufrimiento en tantas familias mexicanas. Necesitamos que María de Guadalupe vuelva a ser escuchada, como lo fue por San Juan Diego y por los hombres de aquella época.
La presencia de esta gran Señora, significó para el pueblo mexicano la encarnación de las palabras divinas del libro del eclesiástico: “Yo soy como una vid de fragantes hojas y mis flores son producto de gloria y de riqueza. Yo soy la madre del amor, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la verdad, toda la esperanza de vida y virtud” (24, 23ss).
El hecho guadalupano, como nos enseñan los obispos mexicanos, no supone una nueva evangelización, pues todo su mensaje salvífico no solo se integra a la fe, sino que surge de la misma fe cristiana. No es una nueva fe, sino un hecho que forma parte del plan de salvación que Dios está realizando en nuestros pueblos. Dios quiso que su Hijo llegara también a estas tierras, y como a los misioneros les era difícil presentárnoslo, entonces quiso que fuera nuevamente la misma María Santísima la que nos trajera al salvador del mundo.
Las fiestas guadalupanas expresan la celebración de la llegada de Cristo a estas tierras, a través de su Madre, a quien no podemos menos que decirle: Gracias por venir a nosotros y distinguirnos con un amor tan especial como no lo has hecho con ningún otro pueblo, gracias por traernos en tu vientre a tu Hijo. Necesitamos tu luz, porque nuestro país está atormentado por aquellos que son aliados del príncipe de las tinieblas. Necesitamos tu amor que nos de fuerza, para imponernos a la tentación de faltar a la fe que nos ha dado vida. Necesitamos que nos recuerdes, como a Juan Diego, que somos importantes para ti, pues eso le regresa el sentido a nuestra vida.
Recuérdanos que nuestra vocación de guadalupanos es servir al evangelio, para que tu mensaje de bendición llegue a tantas personas que lo necesitan, que viven sin ilusión. María de Guadalupe tú eres nuestro adviento, pues al traernos a tu Hijo, nos haces vivir en el camino de la esperanza.
Que nuestro corazón sea el primer templo que la Madre del cielo pidió para bendecirnos de parte de Dios, y que en este templo, ayudados por María, se renueve cada día la presencia de Jesús en la Eucaristía.