
Faltan quinientos todavía…
Por Velia María Hontoria Álvarez
Una de las canciones favoritas de mis hijos era “Señor Juez”, de Pimpinela. Aquella especie de telenovela musical nos arrancaba carcajadas y nos hacía entonar, a voz en cuello, su pegajosa melodía por las calles. Hoy, curiosamente, vuelve a sonar en mis oídos… y con usted canto.
“Mi mujer siempre en su cuarto, la televisión prendida. No me habla, no me mira, no cocina… ya no hay quien pueda con otra telenovela”… pero esta vez, no es ficción. Es la vida pública. Dicen que “el pueblo no olvida”. Mentira. El pueblo olvida todo, menos dónde dejó el control remoto o cómo desbloquear la pantalla del celular. Mientras tanto, el gobierno monta su espectáculo de marionetas. Todos son lo mismo, nada cambia. El país se incendia, pero nosotros, cómodos espectadores, nos entretenemos con el humo.
No miramos que en casa se murió el perro, se nos va a morir la abuela, los niños tienen hambre, pero… “Luis Alfredo, de mi vida…”
La fórmula es tan vieja como el cinismo: frente a una crisis real —crecimiento nulo, instituciones a modo, desfalcos, violencia desbordada, ley-censura, educación naufragando— se lanza una provocación calculada. Estrepitosa. Frase explosiva. Pelea fabricada. Decreto insólito. O un aburrido: “el expresidente Zedillo se codea con el narco”. ¡Listo! El escándalo toma vuelo. Las redes hierven. La sopa está servida.
Ya lo decía Umberto Eco: “Las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas.” Y ahí vamos todos, celular en mano, defendiendo o atacando lo accesorio con el fervor de cruzados medievales.
Lo esencial se evapora mientras la vecina menciona “van en el capítulo 800… y faltan 500 todavía”.
“Señor Juez, esta carta es para usted, abandono yo esta vida…”
¿Para qué queremos infraestructura, libertad, salud o justicia, si tenemos una telenovela política en vivo? ¡Hágameustéelfavor!
El reality show nacional tiene de todo: villanos, víctimas, traidores, redenciones, cirugías plásticas… y una audiencia que, con suerte, recuerda el nombre del protagonista, pero no el número de desaparecidos. Aún menos sus nombres.
Y ni hablar del galimatías institucional. Al escuchar las mañaneras —redactadas por algún algoritmo descompuesto— nos topamos con frases circulares, tecnicismos inflados y ese sonsonete del viejito. ¡Una chulada! Mucho ruido, suena canción.
Pero el mensaje es claro: “No se preocupe, pueblo bueno, todo está bajo control.” “Ya verá que esa ley, bueno, no era así… ya luego la componemos.”
Sí, claro… “Déjeme que te la cuente: ese hijo no es suyo, pero él no sabe nada.” El problema no es solo que nos distraigan. Es que a veces lo celebramos. Compartimos memes, lanzamos hashtags, peleamos en comentarios y seguimos con fidelidad el guion.
Fingimos, volteamos el rostro y aplaudimos: “Oye, soy yo, Panigassi, de mi vida…” Y con ese tremendo espectáculo, la tribuna baila.
Serios, acongojados, debatimos si alguien debió usar chanclas en el funeral del Papa. Mientras tanto, las cifras de pobreza suben como espuma, los contratos públicos se evaporan, y los impuestos suben como nata montada.
Pero tranquilos: que “ya no son los de antes”. Son los mismos. Y nosotros, también.
Señor… pssst… sonría: que se va a investigar, a formar una comisión, a dar clases de trutrú… aunque no haya hilo. Más humo para el caldero.
¡Venga la canción! “Oh no… no hay quién pueda con una telenovela.”
Mientras tanto la historia de un país que pudo ser grande queda en el museo. Los contratos no se auditan y ante la denuncia sonríen sin corregir el error.
“Señor Juez… lamento yo decirle que suicidarme ya no puedo… pues tengo que saber el final de la novela.”