
//OPINIÓN:// El que pacta amor, se queda
Por Velia María Hontoria Álvarez
Hace días vi una película impactante: La virgen roja, un film impecable de Paula Ortiz, con una trama atroz basada en una historia real. Narra el caso de Aurora Rodríguez, una madre que asesina a su hija al no cumplir sus expectativas. El film siembra dudas, recorre los pasillos del fanatismo y desata nudos.
Aurora lo hizo todo sola. Eligió al padre de su hija como quien escoge un instrumento para una sinfonía. Concibió, educó, modeló a Hildegart como la mujer del porvenir. No delegó. No compartió. Y asesinó. Cuando esa hija prodigio quiso salirse del guion, Aurora no lo soportó. Le disparó cuatro veces mientras dormía. No había rabia. Fue por ruptura. La obra se fracturó.
Al hablar de Aurora, solemos centrarnos en su pedagogía brillante, en su control absoluto, en su feminismo radical… o en su ¿demencia? Pero hay un ángulo que rara vez se aborda: la falta de un tercero. La ausencia del otro.
No sólo del padre, a quien excluyo, sino de cualquier figura que pudiera contener, contradecir, descentrar a esa madre omnipotente. La ausencia masculina transformó esa relación en un espejo cerrado. Y cuando nadie entra, nadie interrumpe, nadie delimita… los hijos, creo, acaban por convertirse en una prolongación emocional de quien los cría.
¿Y qué sucede cuando una madre cría sin espejo, sin red, sin nadie que diga: hasta aquí?
Esta es mi reflexión: un hogar sin esa contención profunda que muchas veces encarnan los hombres dentro de la estructura familiar es un terreno quebradizo. La crianza en soledad, aunque heroica, es también la más agotadora, extenuante y exigente de todas. Merma. E inevitablemente, debilita.
Aclaro: no defiendo la violencia vicaria ni romantizo al padre ausente, quien abandona. Tampoco se trata de restaurar modelos patriarcales. Pero sí de reconocer que la presencia masculina sana —o cualquier figura que acompañe sin invadir— es necesaria para equilibrar el vínculo materno.
Y justo porque conocemos los vacíos, de quien tuvo que marcharse; sabemos reconocer la fuerza de quien está. De quien sostiene sin invadir. Del que ama sin absorber.
Este domingo se celebra justamente eso: la presencia que no impone, pero estructura. Al que escucha. Quién observa. Él que se queda, cuando otros se van. Esa figura que con su sola constancia da fortaleza, pone límites y permite que el amor no se desborde hasta ahogarnos.
Porque sí: a veces, lo que evita el abismo no es el afecto excesivo, sino una voz que pone freno. Una presencia que no se agota. Una mirada que dice: aquí estoy. Pase lo que venga.
En tiempos donde tanto se diluye, es urgente celebrar al que sostiene. Al que no huye. Al que enseña sin discursos. Al que recoge mochilas, toma brebajes, apoya tareas. Al que se queda no porque no tenga a dónde ir, sino porque ha elegido estar.
Este domingo no se honra al padre perfecto. Se honra al hombre real. Al que se fortalece para contener. Al que construye desde la sombra y, con su trazo firme, ilumina una estructura sólida. Aunque nadie lo aplauda. Aunque los regalos se omitan. Aunque las canciones escaseen.
Por ustedes —los que encuadran con amor, los que enseñan sin levantar la voz, los que se hacen cimiento— van estas letras.
Porque en su ejemplo, tantos hijos han encontrado el respiro que les salva la vida.
Porque donde hay contención, hay posibilidad. Y en medio del caos, también puede nacer la vida. Como una sinfonía que, esta vez, se toca entre dos. ¡Feliz y mágico día del papá ¡