El eterno retorno de los días

El eterno retorno de los días

Por Velia María Áurea Hontoria Álvarez

Todo vuelve: las lluvias, los brotes verdes… y las promesas que se repiten. La tierra respira, huele a humedad, Los pájaros siguen aún visitando mi ventana y, presiento emotiva que la vida se renueva. Es como si la naturaleza nos recordara que todo tiene un ritmo: las semillas germinan, los frutos maduran y, tarde o temprano, llega la cosecha que nos permitirá sobrevivir al invierno.
Heráclito, aquel sabio al que seguimos leyendo más de dos milenios después, decía que “todo fluye, nada permanece”. Nos enseñó que la realidad está en constante cambio y que todo en el universo es cíclico: destrucción y creación, caos y orden, fuego y renacimiento. En ese vaivén infinito, somos parte de una misma trama. Lo que hoy duele, mañana se diluye; lo que hoy descuidamos, tarde o temprano nos alcanzará con sus consecuencias irremediablemente ¡qué complejo¡ y cuán cierto ¿verdad? . Y, sin embargo, uno se acostumbra a todo. Como decía mi abuelo —al que no conocí, pero cuya sabiduría campechana mamá repetía—: “¿Para qué tanto brinco, si el suelo está tan parejo?”.
Porque quizá así somos, ese es el destino que cada uno hoy sufrimos, al rato reímos, después nos aferramos a dolores creyendo que son eternos y nos disfrazamos de jovenzuelos para seguir alargando lo que ya se ha ido. Olvidamos que hasta la rosa más hermosa termina por deshojarse. Nada se queda; todo pasa y se repite. Ayer fuimos hijas, hoy somos abuelas; mañana seremos apenas un recuerdo, y otros llegarán para ocupar nuestros lugares.
México también sabe de esos ciclos. En 1970, aún dolían las heridas de los hijos que las balas arrebataron, las cárceles olían a jóvenes que creyeron en la libertad, en la igualdad, en la solidaridad con aquellos que ni conocían. Los discursos de prosperidad prometían futuros brillantes: incentivos al campo, ciudades industriales, justicia para “los olvidados” tortillas baratas. Y mientras tanto, unos cuantos llenaban sus bolsas y viajaban rehaciendo el cuento de los ochenta días y bebían champán bajo las glamorosas lunas de Roma. Cincuenta años después, algunos de esos mismos -o sus hijos o los nietos – siguen cobrando dividendos. La historia, parece, solo se maquilla.
Guanajuato era un gran exportador de mojados, y en cada pueblo y ranchería llegaban las trocas oliendo a perfume gringo y mascando chicle los hombres de bota y tejana “Los polleros”. Esos “coyotes” tenían hijos en dos o tres lugares y casa grande donde habían nacido. Hoy, don Marcelo ‘descubre’ como novedad que los traficantes venden el sueño americano por siete mil dólares. Antes eran trocas, ahora quizá aviones. La estafa es la misma… solo subió de categoría o Vayustéasaber.. Refirman los convenios sobados y los aplausos se dejan sentir como confeti en carnaval.
Los vestidos de china poblana, las aguas frescas, las charamuscas… modas que iban y venían, igual que las promesas. Hoy, quienes hablan de “transformación” olvidan que, tras tantas cirugías, uno termina pareciéndose a La Tigresa: cambiado por fuera, pero con las mismas arrugas planchadas, deformando lo que alguna vez fue una gran belleza chiapaneca.
Quizá la verdadera lección está en aceptar que el cambio es inevitable, pero también cíclico. Que la historia, como la naturaleza, no se detiene: las hojas caen, sí, pero el árbol siempre vuelve a brotar, a no ser que lo mochen, dijo el ranchero. El problema es que, mientras tanto, nos siguen vendiendo el mismo futuro de siempre con palabras nuevas y gafas modernas. ¿De verdad creemos que esta vez será distinto? Vayustéasaber.” Quizá depende de nosotros y, aun no nos hemos dado cuenta.

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