//MENSAJE DOMINICAL:// Hombres libres

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*XXIII Domingo del tiempo ordinario

Pbro. Carlos Sandoval Rangel

El Evangelio es un camino de libertad. Y, solo así, resplandece la grandeza del ser humano. Por eso, las exigencias que Jesús nos presenta: si alguno quiere seguirme, es decir, si alguno opta por mi camino y “no me prefiere a mí antes que a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, más que a sí mismo, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14, 26). Es más, “el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14, 27). Optar por Dios es elegirlo sin ataduras a las circunstancias, a las cosas o a las personas.
Las exigencias del evangelio, obvio, no significan anular a nadie, pues el amor de Dios es incluyente, no excluyente. Elegirlo a Él, por encima de todos, es dar orden en el amor y en el actuar. Por eso, nos invita a tomar la Cruz, que es signo del encuentro libre de Dios con el hombre y de los hombres entre sí. Cristo nos enseña desde la Cruz que Él no vino para excluir a nadie, sino para quitar las ataduras que desordenan la vida.
San Pablo, en la segunda lectura, nos da ejemplo de esa libertad que nace del camino del Evangelio, cuando todo está ordenado desde el amor a Dios. Le escribe a Filemón: “Yo, Pablo, ya anciano y ahora, además, prisionero por la causa de Cristo Jesús, quiero pedirte algo a favor de Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado para Cristo aquí, en la cárcel. Te lo envío. Recíbelo como a mí mismo. Yo hubiera querido retenerlo conmigo, para que en tu lugar me atendiera mientras estoy preso por la causa del Evangelio… tal vez él fue apartado de ti por un breve tiempo, a fin de que lo recuperaras para siempre, pero ya no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como hermano amadísimo” (Filemón, 9-10. 12-17).
¡Vaya manera como San Pablo nos sintetiza el ideal del evangelio: que seamos enteramente libres! De ahí nace la verdadera revolución capaz de cambiar el mundo. Es la libertad que nace de la Cruz de Cristo y que transforma al ser.
Siempre será halagador el hecho de que San Pablo interceda, ante Filemón, en favor de Onésimo, a quien él ya evangelizó, para que no sea considerado más como un esclavo, sino ahora como una persona libre. Por eso, le dice a Filemón: “Tal vez él fue apartado de ti por un breve tiempo, a fin de que lo recuperaras para siempre, pero ya no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como hermano amadísimo”.
El amor propio, por encima del de Dios, hubiera llevado a Pablo a retener a Onésimo para que le sirviera. El amor a su amigo Filemón, por encima del de Dios, hubiera llevado a Pablo a evangelizar a Onésimo y a convencerlo que viviera sujeto a Filemón. San Pablo no sólo intercede para que Onésimo sea libre, sino, ante todo, él mismo, a pesar de la necesidad, vence la tentación de retenerlo para su bien. Dice San Pablo, que ya está viejo, enfermo y encarcelado: “Yo hubiera querido retenerlo conmigo, para que en tu lugar me atendiera”.
En el mal del mundo, siempre en diversos niveles y expresiones, se esconde la tentación de usar, de controlar y de sentirnos dueños de las personas, para nuestro provecho o comodidad. Hacer sentir que tenemos poder y que, a veces, se nos rinda honor por dicho poder. Pero san Pablo, aun en la situación más crítica, nos muestra hasta dónde llega la verdadera libertad del evangelio: “Yo hubiera querido retenerlo conmigo, para que me atendiera”.
Es infinitamente más alta y digna la convivencia con un hermano amadísimo que con un esclavo, pero la tentación de sentirnos dueños, señores y dominadores siempre será muy profunda y tiende a anidarse en lo más recóndito del corazón. Hasta, en nombre de la fe, a veces justificamos lo que es injustificable.
El ejemplo de San Pablo, cómo esclarece el sentido de muchas expresiones de la palabra de Dios que, a veces, pueden confundirnos. Por ejemplo, “los pensamientos de los mortales son inseguros y sus razonamientos pueden equivocarse…” (Sab. 9, 13ss). ¿A quién le habla el libro de la Sabiduría? A nosotros que frecuentemente nos sentimos tentados a cuestionar los principios sólidos que vienen de la sabiduría de Dios, calificándolos, a menudo, como simples mitos. San Pablo nos muestra que, efectivamente, la fe exige una verdadera revolución capaz de cambiar el mundo, pero eso solo es posible si cambia lo que ciega al corazón continuamente tentado por el egoísmo.
Cristo nos llama, por eso, al camino de la Cruz, que es de donde brota la más alta libertad. «El misterio de la Cruz y de la Resurrección nos asegura que el odio, la violencia, la sangre y la muerte no tienen la última palabra. La victoria definitiva es de Cristo y tenemos que volver a empezar desde Él, si queremos construir, para todos, un futuro de paz, justicia y solidaridad auténticas» (San Juan Pablo II).
Mientras no venzamos esas tentaciones del corazón, que generan relaciones enfermizas, no soñemos ingenuamente en un mundo de paz, de amor y de felicidad. No podemos aspirar a algo que es un problema en nuestro propio corazón.
En la Cruz de Cristo muere lo efímero y sólo así podemos vivir.

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