Realidades incómodas

Realidades incómodas

Por Velia María Áurea Hontoria Álvarez

Hay historias que necesitan escribirse, aunque parezcan inventadas. Algunas te las cuentan, otras las intuyes, y hay aquellas que, aun sin vivirlas, presientes que podrán alcanzarte. Porque, nos guste o no, todos formamos parte del mismo sistema. Esta que hoy les relato es una de esas.
Hace unos días recibí un mensaje de una mujer hermosa, alguien a quien quiero profundamente. Hacía años que no me escribía; quizá porque no había mucho qué decir, quizá porque la estrafalaria vida que a veces nos sacude no le dejaba espacio para hacerlo. Pero su historia me encontró, y ahora la comparto.
La semana pasada fue a registrarse para obtener el apoyo de 60 y más. Estaba convencida de merecerlo. Y lo confirmo: lo merece. Es una buena ciudadana, cumplida con sus impuestos, y con algo más de sesenta años sobre los hombros. “Pues ahí te va”, me escribió.
En su caso, todo fue rápido: veinte minutos exactos desde que llegó hasta que salió. Sin embargo, en el cubículo de al lado, al mismo tiempo de su entrevista, una mujer visiblemente mayor contestaba las mismas preguntas. Ese mismo día cumplía apenas 60 años.
El cuestionario parecía sencillo, casi rutinario. Pero las respuestas no lo eran:
—¿Cuántas veces al día come?
—¿Cuántos focos hay en su casa?
—¿La vivienda es propia o rentada?
—¿Ha sufrido maltrato?
Mi amiga me cuenta que presintió el gimoteo de la mujer, que repetía la última pregunta varias veces, como si allí, en ese instante mínimo, hubiera encontrado la grieta por donde liberar años de silencio. Quizá sintió que, por fin, alguien la estaba escuchando o¿usando?…
Esa escena me persiguió. Me imaginé recorriendo esas casillas, escuchando las voces de ambas, tan distintas y tan iguales. Un espejo incómodo. El retrato de un país donde la pobreza se normaliza, las palizas se confiesan y la ignorancia se hereda. Donde la dignidad parece medirse en focos y se compra ciudadanía por unos pesos.
Y no es que no tengamos derecho a recibir una pensión —lo tenemos, y es justa y merecida tras largas jornadas de trabajo en cuerpo y alma—, pero algo se quiebra en el fondo. Piénsalo: ¿qué nos dicen esas preguntas? ¿Qué nos revela ese trámite que parece simple, pero desnuda todo?
Algunos dirán, lo sé: “Nada te da gusto, ¿quién te entiende?”. Y tendrán razón. Pero ahí estaban las dos mujeres, con intenciones “puras”, sintiendo un dolor que no es culpa… pero tampoco encaja. Porque no se vale que el género esté de moda, que se nos aplauda por ser mujeres y se nos den migajas como si fueran victorias. Esa es la contradicción que nos atraviesa: querer justicia y, al mismo tiempo, sabernos piezas de un sistema que rara vez la concede, que nos manipula para seguir parapetado.
Lo más duro no es el trámite. Ni siquiera obtenerlo. Lo duro es lo que revela. Porque las preguntas simplonas exponen más de lo que dicen:
quién tiene y quién no; quién puede y quién calla; quién queda fuera, aun estando dentro.
Esa tarde, seguro ambas salieron con un peso distinto en el alma. Pero el apoyo que les otorgaran no alcanza para reparar desigualdades, ni para curar el despojo silencioso que todos, de una forma u otra, cargamos.
Es hora de dejar de leer sin sentir. Es hora de opinar, de luchar, de poner frenos.
Porque la verdadera historia no está en el trámite, sino en la fractura que seguimos ignorando…y que, tarde o temprano, terminará por reflejarnos a todos. O, ¿usted qué opina?

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