//MENSAJE DOMINICAL:// Auméntanos la fe

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*XXVII domingo del tiempo ordinario


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

“Señor: auméntanos la fe”. A esta petición de los apóstoles, Jesús contesta: “si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: arráncate de raíz y plántate en el mar y los obedecería” (Lc. 17, 5-6). Pero resulta que, hasta hoy, no se ha sabido que los apóstoles o alguna otra persona, con el poder de su fe, haya movido de lugar a un árbol, al menos, un centímetro.
Entonces ¿Jesús no les aumentó la fe? Claro que les aumentó la fe y fue infinitamente más grande que un grano de mostaza. Hizo de su vida un verdadero camino de fe, el cual quedó consolidados con su muerte, resurrección y con la unción del Espíritu Santo. Y, aunque jamás trasladaron los árboles de un lugar a otro, como dice san Juan Crisóstomo, sí hicieron cosas mucho más importantes. La fe les afianzó en un proyecto de salvación, para bien de ellos y para bien de todo el mundo, lo cual les implicó enfrentar infinitud de adversidades, pero se mantuvieron firmes y seguros. En eso está el milagro más grande de la fe.
Ingenuamente hay quienes piensan que tener fe es estar seguros de llevar una vida cómoda, donde Dios va resolviendo todo: no me enfermo, no me roban, nadie tiene por qué lastimarme, siempre tendrá logros materiales, todo porque tengo a Dios. No, la fe no es vivir en una burbuja. La fe de los apóstoles fue extraordinaria, pero enfrentaron un sin fin de adversidades, al grado de tener que dar razón de esa fe viviendo persecuciones, hasta el martirio.
En realidad, la fe no es para cambiar montañas y árboles, eso es muy simple y hoy se pueden hacer con las máquinas. La fe es entrar en el proyecto de Dios que le da el sentido más alto a nuestra existencia, es “comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús” (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 183). Y cuanto más grandes sean las adversidades, más alta debe ser la fe. Por eso, dice San Pablo: “el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de moderación” (Tim. 1, 6-8).
Santo Tomás, en su obra sobre el Credo, nos habla sobre los beneficios de la fe: el alma se une a Dios, anida en nosotros la vida eterna, dirige la vida presente y nos ayuda a vencer las tentaciones, especialmente la de vivir sin Dios. En ningún momento dice que creer en Dios signifique vivir en un paraíso, sin que nada nos moleste. Aunque, sí me lleva a trabajar para que el mundo sea mejor. Con fe, ante las tareas de la vida, Dios nos ayuda a discernir para tomar las mejores decisiones, a la vez que nos da capacidad para sacarlas adelante.
La fe activa nuestro ser, mantiene vibrante el corazón. En la biblia -explica el Papa Francisco- se reconoce el corazón como el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad y la afectividad” (Lumen fidei, 26). Por eso, si la fe toca el corazón, la persona se transforma, porque reactiva todo el ser.
Una persona que no se renueva desde lo más profundo, siempre vivirá, en sobremanera, dependiendo de las circunstancias externas, nunca sacudirá lo que le hace daño, se mantendrá en la pasividad esperando a que Dios le resuelva lo que el Señor mismo le ha encomendado resolver. En la práctica, equivale a una persona sin fe, aunque diga que confía mucho en Dios. En cambio, el buen creyente, humildemente, lo que no está en sus manos, lo pone en manos de Dios; pero, para lo demás, siempre encuentra fuerza, trabaja por las metas más altas, enfrenta con valentía los obstáculos y reconoce humildemente sus equivocaciones.
En definitiva, nos dice San Pablo: “Te recomiendo que reavives el don de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos. Porque el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de moderación” (Tim. 1, 6-8).

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