En nombre del amor

En nombre del amor

Por Velia María Áurea Hontoria Álvarez

Hace unos días vi una película titulada 27 noches. La protagonista es Martha, una mujer de 83 años: guapa, alegre, excéntrica, luminosa.
Una mujer que vivió con la frente en alto y que, aun así, fue internada en un manicomio por decisión de sus propias hijas. “Para protegerla”, dijeron.
Para cuidarla. Para “asegurar su bienestar”. Para que no la engañen los malos amigos. Para “preservar su patrimonio”. Qué palabra tan resbaladiza y, a veces, tan engañosa esa de cuidar.
Más que abrazo parece condena; más que protección, suben cadenas cierran jaula. Ya más adentro en la trama, Martha no lucha por escapar.
Su batalla es por algo más profundo es por sostener su voz.
Por recordarle al mundo —y a sí misma— que sabe quién es, y bien claro lo tiene. Hay una escena en la que dice: “Tengo que vivir el presente, porque es lo único que poseo.” Y me detuve. Me miré con mis más de sesenta años encima y coincidí. Porque la libertad no comienza en la puerta que se abre hacia afuera, la libertad comienza en la puerta que abre hacia adentro. Esa por donde corre el viento de las decisiones, desde donde asumimos consecuencias; se honra lo trabajado se goza el privilegio.
He visto personas jóvenes, fuertes, con el cuerpo intacto, sobreviviendo, encerradas en prisiones invisibles. Con la necesidad de complacer, aterradas ante el miedo a fallar. Esa costumbre de obedecer sin pensarlo, sin meditarlo, mientras deambulan a la “buena de Dios”, dando trompicones, enredándose vulnerables. También he visto personas mayores, con pasos lentos y memoria a intervalos, caminando por la vida con ese andar brillante del merengue, con aroma a cítricos de libertad. Son esos que dicen: no, sin temblar, los que aman sin pedir permiso, los que se sientan a mirar el cielo sin sentirse culpables. Porque la edad no es la medida de la libertad. La conciencia sí.
Nos volvemos tapias, acusándolos de sordos. Nos apresuramos a explicarles el mundo cuando ellos llevan décadas conociéndolo. Les hablamos despacio, como si las palabras pudieran romperse, cuando lo único que se rompe es la dignidad. Les cuidamos sus centavos, les imponemos regímenes alimenticios “por su bien”. Pero no se trata de mantener el control. Se trata de no arrebatarles el derecho de seguir siendo ellos mismos.
Entonces presentí que cualquiera puede encerrarte: en una casa, en un hospital, en una oficina, en un rol, en una narrativa. Pero solo puede encerrarte aquel a quien tú le entregues la llave. Porque la libertad ocurre en secreto, cuando uno decide qué pensar, qué recordar, qué soltar y qué sostener. Y esa no se expropia. No se legisla. No se le puede poner IEPS, IVA ni auditoría. No es refresco para adelgazar. Ya no me asustan sus investiduras, porque esa libertad no se administra, y menos se muda. Esa es mía.
La dignidad —de los viejos, de los jóvenes, de cualquiera que respire— no se negocia. Se honra. Por eso, mientras haya memoria, aunque sea poca, mientras exista esa palabra que aún sabemos decir, mientras recordemos esa canción, esa tonada para bailar, esa mano que aún reconocemos como nuestra, la vida sigue siendo elección.
Aunque otros digan que no.
Y entonces, como Martha, uno puede mirar de frente y decir —suave, pero firme—“No me lo dilates, por favor”.

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