Amar desde el amor de Dios
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
Tercer domingo de pascua
“Después de almorzar le preguntó Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Él le contestó: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Apacienta mis corderos. Por segunda vez le preguntó: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contestó: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Pastorea mis ovejas. Por tercera vez le preguntó: Simón hijo de Juan ¿me quieres? Pedro se entristeció de que Jesús le hubiera preguntado por tercer vez si lo quería y le contestó: Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas” (Jn. 21, 15).
Pedro vivió con Jesús experiencias contundentes, tales como la primera pesca milagrosa (Lc. 5, 1-11), la dicha de ser el primero en proclamar, en Cesarea de Filipo, que Jesús era el “Mesías, el Enviado de Dios”; igual, pudo contemplar a Cristo en la Transfiguración. Todo esto hace de Pedro un creyente que se abre a la grandeza de Dios y, más aún, que decide amar a Dios con todo su ser.
Mas, todo lo anterior, se puede quedar en nada cuando la fe no nos lleva a lo más grande: “experimentar toda la grandeza del amor de Dios”. Éste es el paso que le faltaba a Pedro. Desde la pesca milagrosa en el lago de Tiberiades, Pedro se doblegó a los pies de Jesús y creyó de inmediato en Él (Lc. 5, 4ss). Y amaba tanto a su maestro, que cuando Jesús les anuncia que va a morir y que al tercer día resucitará, trata de persuadirlo de que eso no debe suceder. Es más, Pedro está dispuesto a dar su vida para que eso no suceda. Pero una fe en ese nivel se puede quedar en nada, así, durante la pasión, el Pedro que daba la vida por Jesús, lo niega tres veces.
Antes de la pasión, Pedro ama a Jesús, pero aún no había entendido que lo más importante no es cuánto se ama a Dios, sino cuánto le permitimos que Él nos ame, pues eso es lo que realmente cambia la vida. Por eso, las preguntas que Jesús hace a Pedro no tendrían el mismo sentido y alcance antes que después de la pasión y resurrección de Jesús. La revelación del amor de Dios está en cada momento del evangelio, pero llega a su plenitud en la pasión y resurrección del Señor.
En ese sentido, la fe podemos ubicarla en tres niveles: la fe en un Dios poderoso, creador y dueño de todo, pero ambiguo, como lo hace toda religión. La fe en un Dios que nos habla, que tiene sabiduría, poder y que se muestra cercano a nosotros; así lo vivieron los apóstoles con Jesús durante su vida pública. Pero la fe llega a su cumbre cuando entendemos el misterio de Dios mostrado en la Cruz y en la resurrección. Y es en este nuevo contexto de fe desde donde Jesús quiere reafirmar el amor de Pedro.
Después que Pedro lo negó tres veces y el gallo cantó, “el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro entonces las palabras del Señor, cuando le dijo: antes que cante hoy el gallo me habrás negado tres veces. Y saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc. 22, 60ss). Ahí empieza la diferencia en el modo de creer en Dios. Pedro lloró amargamente ante la mirada del Señor. Descubre que aquella mirada no es condenatoria, sino llena de compasión, de misericordia. Ahí Pedro entiende qué significa la misericordia, comprende el ser de Dios, que Dios es el amor ofrecido sin límites. Le queda claro que amar a Dios es fundamental, pero lo más grande es dejarnos amar por Él. Es, a partir de ahí, que cambia la perspectiva de Pedro. Por eso, Jesús, ahora, busca a Pedro para reafirmarlo en el amor.
El llanto de Pedro, al sentirse desnudo, después de negar a Cristo tres veces, lo podemos unir con la tristeza que expresa nuevamente cuando Jesús le pregunta por tercera vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Pedro reafirma su amor. Pero ya no es un “te amo” desde mis perspectivas, desde mis alcances. Ahora es un “te amo” desde los alcances de tu amor que lo sobrepasa todo. Ahora puedo morir no para salvarte, ahora puedo morir para mostrar que tu amor lo vale todo.
La profundidad de la pasión de Cristo, ofrecida a Pedro en una mirada, y la contundencia de la resurrección, son lo que ahora le permiten decir a Pedro: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Y Pedro se convirtió en el testigo más grande del amor de Dios. Por eso, pudo apacentar el rebaño.
Ese amor misericordioso, en esa profundidad que lo vivió Pedro, se convierte también en la medida de la fe para el verdadero creyente. De ese amor, en esa medida, nace la tarea esencial de la Iglesia y de todo cristiano: ser testigos del amor de Dios, la verdad que hace vibrar el evangelio. Pedro testificó con su vida. ¿Y nosotros?
Señor, Resucitado, ¡reafírmanos en tu amor divino!