CUANDO YA NO ESTÉ…

CUANDO YA NO ESTÉ…

Por Velia María Hontoria Álvarez

Estos días nos envuelven en nostalgias; las anécdotas fluyen y, con ellas, se llenan los vasos y se adornan las bandejas. Entonces, tú y él regresan, no sólo a la conversación, sino también a la cotidianidad, acompañándome en cada rincón del día a día. Los siento tan cerca en este «más acá» que, sin prisa, miro hacia el «más allá» y pienso, inevitablemente, en ese momento en que, como ustedes, yo tampoco esté.
Al mirar mis altares, me pregunto si quienes me rodean sabrán quiénes son esos rostros que están ahí o el significado de cada ofrenda, o si, con el tiempo, alguno intentará recrear mis recetas o quizá hojear mis libros. ¿Se quedarán con preguntas sobre aquellas cosas que olvidaron preguntar, ocupados como estaban en el telefonito? Vayaustéasaber.
La vida es como una cinta métrica, con centímetros de justa medida que avanzan sin marcha atrás. Son pocos quienes tienen la generosidad de despedirse, a quienes el tiempo y la suerte les permiten hacerlo con tino. Los demás seguimos creyendo que siempre habrá más tiempo, que eso no nos pasará, que siempre estarán para mí. Pero, como cantaba Juan Gabriel, «el tiempo no se detiene, es cruel y nunca perdona.» Ayer sábado, con altares o sin ellos, con visitas al panteón o en su ausencia, muchos pensamos en los que se han marchado y, tal vez, reflexionamos en cómo el tiempo se nos agota. ¿Qué estamos haciendo con él? ¿Cómo lo invertimos? ¿Partiré en paz, sabiendo que mis brazos dieron abrazos cálidos y de mi boca surgieron los «te quiero» y «gracias» necesarios? Nolosé.
Lo cierto es que sólo los afectos y los recuerdos vuelven; no hay decreto capaz de revivir lo extinto. Esos intentos de resucitar entidades como la CFE y PEMEX, por más derechos de autoridad que se les otorguen, seguirán siendo «muertos» oficiales, como símbolos de desilusión y frustración para quienes aún se creen invencibles. Apóstatas que pretenden hacer regresar aquellos trenes que llevaron a las Adelitas o aquellos en los que viajé con mi abuela de Escobedo a Laredo para fayuquear. Son sueños sin oxígeno financiero, asfixiados por el polvo del abuso y destinados a quedar en los artilugios de los arcángeles o en los discursos de alguna mañanera, seduciendo a los crédulos.
Tampoco sé si existen altares para los suicidios intencionales, que se pronuncian desde el poder en forma de decretos, extinguiendo lo que florece desde el arbitrio más puro; aunque, me preguntó, sí a pesar de su poder no acabarán ellos mismos disecados en las salas de urgencias de algún ISSSTE, mientras deambulan en la indiferencia de «Fuentes» sin «Castillos” para esperar su calaverita.
Las historias que nos contamos permanecen; son fragmentos de memoria que, aunque imperfectos, nos unen y abrazan. Están en las cartas, las fotos, las recetas, los trapos, las tazas, los renglones subrayados, los platos y vasos. Son esas cosas que hoy parecen insignificantes, pero que con el tiempo se convertirán en reliquias de lo que fuimos y quisimos ser. Cuando ya no esté, quizás alguien desempolve esos momentos y me reviva en risas y anécdotas de sobremesa. Recordarán manías o gestos que me definían, conectando más allá de la distancia y el tiempo, sin necesidad de electricidad ni gasolina. Pequeñas huellas invisibles seguirán parpadeando en estos susurros, para partir en paz y sin arrepentimiento.

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