DE UNA PALABRAS MEMORABLES DEL DOCTOR SERGIO GARCÍA RAMÍREZ
DE UNA PALABRAS MEMORABLES DEL DOCTOR SERGIO GARCÍA RAMÍREZ EN LA CEREMONIA DE RECEPCIÓN DEL DOCTORADO HONORIS CAUSA QUE LE CONCEDIÓ LA UNIVERSIDAD DE GUANAJUATO, EL DIA 8 DE JUNIO DE 2022
JOSE CARLOS GUERRA AGUILERA.
1.- Fui invitado por el rector Luis Felipe Guerrero, a una ceremonia memorable, en la Benemérita Universidad de Guanajuato, en donde el maestro García Ramírez, refirió unas palabras memorables.
2.- No solo él habló y nos hizo vibrar a varios más. Y aparte, Don Enrique el Rector de la UNAM, dio un sello especial con su presencia al evento, y de paso estuve esperando que alguno de los disertantes, tocara el gran tema de la gran contribución que hizo Don Sergio en relación con el ahora famoso tema de la convencionalidad, en aquel famoso caso de Almonacid Arellano y otros contra la república de Chile, y con fortuna no se olvidó ello. Una aportación memorable.
3.- Este es el texto, que comparto gustosamente:
“Dos palabras iniciales, queridas y respetadas amigas, queridos y respetados amigos, que me sugiere esta ceremonia; y más todavía, que promueve en mi reflexión y en mi sentimiento el honor con el que me han favorecido, merced a esa amistad cada vez más profunda, que nuevamente agradezco. No iré muy lejos, que no podría, pero tampoco puedo omitiré mi gratitud y mi cercanía hacia quienes me incorporan en su comunidad: la Universidad de Guanajuato, baluarte del pensamiento libre y el servicio al pueblo, fórmula de verdadero patriotismo.
Suelo mirar hacia el pasado para afianzarme en el presente e imaginar, con este doble fundamento, las posibilidades del futuro. Con la hospitalidad de Guanajuato, pienso en el antecedente institucional de su Universidad, cuyo origen se remonta a varios siglos. El primer peldaño, semejante a otros iniciales de edificios similares que aparecieron en la América española, fue el Colegio de la Santísima Trinidad, fundado por manos bienhechoras en 1732. Doña Teresa Josefa de Busto y Moya aportó un sueño legendario y premonitorio: la Colmena. Sus abejas siguen engalanando la insignia de la moderna y muy laboriosa Universidad que fraternalmente me recibe.
En 1744 una Real Cédula de Felipe V entregó el plantel a los religiosos de la Compañía de Jesús. Más tarde, en horas de transición, muchos guanajuatenses procuraron la subsistencia del Colegio. Se les recuerda con el aprecio que merecen. Nombres como el de don Marcelino Mangas pueblan el recuerdo de los universitarios de este plantel tan erguido. En los primeros años de nuestra vida independiente, la institución debió reconstruir su casa –como todo México reconstruía la suya– y ensanchar su horizonte. Se puso el triple cimiento de las profesiones más atendidas: ingenierías, medicina y jurisprudencia, bajo el nombre de “foro”.
Con ahínco y sin tormentas, la Universidad guanajuatense emprendió su regulación y su organización y perfiló su estampa contemporánea. Lo hizo como se hace una obra perdurable: generación a generación, ley a ley, paso a paso en un proyecto armado con talento e imaginación por los propios universitarios. Cumplió su recorrido cuesta arriba, sin pausa, sin fatiga, en procuración de la verdad que libera, como su escudo advierte y promete en un compromiso del más alto valor humano.
Una primera ley, de 1945 –mismo año de la ley vigente en la Universidad Nacional Autónoma de México– erigió al antiguo Colegio como nueva Universidad. Seguirían otros ordenamientos, que andarían el camino abierto y prepararían las horas del porvenir. De ese recorrido es símbolo el soberbio edificio central con la orgullosa escalinata que atrae, provocadora, el ascenso vigoroso de los hombres de esta generación y desafía el esfuerzo de los de la mía. Todos llegan a una sociedad del pensamiento y la voluntad a la que concurren los hombres y las mujeres de entonces, que aún damos la batalla, y los de ahora, floreciente juventud que recibe la estafeta.
Vengo de una Universidad autónoma –la Nacional– y me recibe otra casa hospitalaria que también posee y enarbola esa condición indispensable en los planteles de educación pública superior que son baluarte de la cultura y factor de la esperanza de México: la Universidad de Guanajuato. Ninguna niega la libertad y la pluralidad ni aloja un pensamiento único y oficial, que negaría la universalidad de las ideas y la autonomía de la ciencia. El doctorado que me confiere la Universidad de Guanajuato, con infinita generosidad, me convierte en ciudadano de su comunidad académica, que se agrega a la ciudadanía que tengo en la Universidad de mi origen.
Hay dos razones, dos motivos, dos deberes que me traen a este lugar. El primero, un deber de gratitud con esta Universidad que hace tiempo me abrió sus puertas y me otorgó beneficios que superan mis modestos merecimientos, si acaso tengo alguno. Hace varios años, la Universidad de Guanajuato concurrió con otras casas en la publicación de un libro que contiene mis votos emitidos en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. También me concedió el privilegio de ocupar esta tribuna para acompañar el vigésimo año de su autonomía, que celebré con la misma convicción con que lo hago para honrar a la UNAM, nonagenaria en esta dignidad. He vuelto y aquí estoy de nuevo.
A los beneficios que he recibido se acaba de agregar un Seminario convocado sin que yo lo supiera y mucho menos lo promoviera, al que acudieron muchos juristas benévolos, coordinados por el Rector Guerrero Agripino y el profesor Astraín Bañuelos. Sus contribuciones se han depositado en una obra colectiva que lleva un título provocador e incluye mi nombre: “Para qué sirve el Derecho”. No he tenido oportunidad de agradecer a estos colegas el don de su talento. Cada uno atrae mi gratitud y me coloca en la condición de un deudor que jamás podrá pagar el favor recibido.
Doy gracias a los coordinadores y también autores de artículos. Además, permítanme mencionar a quienes contribuyeron a la obra, citándolos con afecto y gratitud: Miguel Polaino Navarrete, Miguel Polaino Orts, Teresita de Jesús Rendón Huerta, Arminda Balbuena Cisneros, Carlos Zamarripa Aguirre, Odalisca Gutiérrez Mendoza, Julieta Morales Sánchez, Lisbeth Xóchitl Padilla Sanabria, Karla Alejandra Escárcega, Javier Gómez Cervantes, Juana María Villafaña Vallejo, Susana Martínez Nava, José Alfredo Muñoz Delgado, Jesús Everardo Rodríguez Durón, Claudia Araceli Jiménez González, Jesús Arellano Gómez, Gabriela Espinosa Castorena, Carlos Iván Ramos Herrera, Jessica Cristina Romero Michel y José Manuel López Libreros. Números iguales de mujeres y varones, como iguales en mi vida y en mi respeto. A todos, mi emocionado agradecimiento.
El doctorado que hoy me da la Universidad de Guanajuato es, para mí, una gala inesperada e inmerecida, que no imaginé –ni en mis sueños más atrevidos– y que nunca olvidaré. Expreso mi gratitud a quienes lo promovieron y acordaron: el Rector Luis Felipe Guerrero Agripino, el respetable Consejo Universitario y los académicos que me brindaron su solidaridad y su confianza. Sólo ellos saben por qué me concedieron ese privilegio. No me reconozco en sus argumentos, pero tampoco los cuestiono, que sería militar en mi contra. Me refugio en la sabida generosidad de esta Casa: la observo y la agradezco en mis horas de invierno.
Hablé de la gratitud, el primero de los motivos para acudir a este encuentro. Con la venia y la paciencia de ustedes aludiré a otro, del que me ufano: una coincidencia civil, moral, espiritual como ciudadano, como jurista y como universitario. Coincidir con el pensamiento de muchos de ustedes me permite suponer que el mío no está errado, que marcha por buen camino y tiene justo destino.
Me refiero al aprecio por los valores a los que sirve el orden jurídico y que son el santo y seña de la libertad y la democracia. Sin ellos, el Derecho sería el breviario de la opresión, en lugar de ser –como debe, en todo tiempo y dondequiera– el estatuto de la libertad, de la democracia y de la dignidad humana, un concepto que arraiga en el solar de nuestra cultura, que consta en el constitucionalismo contemporáneo y que ampara nuestras convicciones y nuestras diligencias. Todos esos valores adquieren un tono dramático en el escenario penal, donde se enfrentan Leviatán, dotado con el monopolio de la violencia, y el ciudadano solitario, sólo amparado por sus derechos, que son escudo y espada, una expresión juarista.
Durante muchos años he conocido y apreciado la contribución de los académicos de Guanajuato al desarrollo de las ciencias penales. No pretendo hacer la crónica de esas contribuciones, pero porque estamos en un aula de la ilustre Universidad, no podría olvidar los méritos y las enseñanzas de dos antiguos rectores, a los que me he referido en otras oportunidades: Enrique Cardona Arizmendi y Cuauhtémoc Ojeda, autores del Código Penal de 1977, que figuró entre los mejores de la República.
En esta época que propone dilemas y suscita compromisos éticos y jurídicos, me honra la coincidencia de ideas con el Rector de esta casa, que ha elevado en el recinto de las ciencias penales las banderas de la libertad y la democracia. Ni en nuestro país ni en muchos otros se halla el orden penal cubierto de acechanzas y desviaciones. Lo sabe el Rector, militante en la mejor trinchera del Derecho penal, como lo pregona en numerosas publicaciones que son su credencial para formar en esas filas.
Al penalista Guerrero Agripino agregó el nombre de otro jurista guanajuatense, autor de una obra que presenté en esta Universidad: Leandro Eduardo Astraín Bañuelos, tratadista, como su maestro, de un tema difícil que reclama atención: El Derecho penal del enemigo. Tema de hace muchos años, y de ahora mismo. No faltan voces que dan la señal de peligro e instan a la reflexión. Lo ha planteado, reiteradamente, la Academia Mexicana de Ciencias Penales –a la que ellos pertenecen–, y lo sigue haciendo a la vista de una preocupante tensión expansiva del sistema penal.
El profesor Guerrero Agripino, a quien citó literalmente, se refiere a cambios incorporados en la normativa mexicana que han “impactado profundamente en la forma de pensar, construir, interpretar, aplicar y estudiar el Derecho”. Los “juristas debemos estar atentos –exhorta– para que en este ambiente de profundos y vertiginosos cambios, no caigamos en la tentación de retroceder en el camino, dejando de lado las conquistas y los avances que mucho han costado y que inciden en la construcción de un México más justo y democrático”.
Sigue diciendo: preocupa “que por una parte encontremos avances en la implementación de un procedimiento penal democrático y por otro se configure un régimen penal de excepción no compatible con el Estado de Derecho”. Analiza el populismo penal y define sus rasgos: adopta medidas reactivas que infringen el principio de última ratio del Derecho penal; aplica el uso simbólico del concepto de seguridad y del Derecho punitivo; genera más medidas legislativas que políticas públicas; coloca al Derecho penal como escudo de defensa contra los llamados “enemigos” –y tratados como tales– y debilita las garantías procesales y dogmáticas características de la sociedad democrática.
Por su parte, el profesor Astrain Bañuelos estudia pormenorizadamente el Derecho penal del enemigo y denuncia su profunda huella en nuestro orden jurídico. “El debate razonado y crítico ha cedido lugar a la intolerancia, la violencia y la sinrazón”.
Todo ocurre en lo que suelo llamar una regresión penal, que no sólo tiene que ver con cambios en el modelo punitivo, sino también con soluciones inquietantes desde la perspectiva del Estado de Derecho en su conjunto, que no siempre se pliega a su misión primordial de ser Estado de derechos, como se quiso desde la aurora del pensamiento ilustrado en las postrimerías del siglo XVIII.
En el arsenal de la lucha por la paz, la seguridad y la justicia penal hemos dado el papel protagónico a la reforma legal. Bien, porque queremos ser Estado de Derecho. Pero cuestionable en cuanto a la eficacia. Ya dijo hace más de un siglo el luminoso constitucionalista Emilio Rabasa que hemos esperado todo de la ley, pero ésta, cuando se le hace trabajar en soledad, muestra su incompetencia. No se remedian los problemas, ni remotamente, con el desempeño febril del “legislador motorizado”, para usar la gráfica expresión de Zagrebelsky.
Imposible mencionar aquí todas las reformas que tienen su fuente, en mayor o menor medida, en el llamado Plan Nacional de Paz y Seguridad, de 2019, colmado de promesas, a las que han seguido numerosas frustraciones. Recordemos, sólo por ejemplo, algunos capítulos de estos afanes desviados:
Guardia Nacional: establecida con evidente tensión entre el orden central y los órdenes estatales y municipales, que nos ha puesto en el camino de la militarización de la seguridad pública, a despecho del Derecho Internacional de los derechos humanos y de las lecciones de la historia, nuestra y ajena. Recordemos los temores que expresó Mariano Otero, en el alba de la República, sobre esta inquietante transferencia de funciones.
Prisión preventiva oficiosa, figura anómala adoptada en la reforma constitucional de 2008 –una reforma ambigua, a media vía entre la democracia y el autoritarismo–, que ignora las razones y los motivos de las medidas cautelares y sustituye la privación ponderada de la libertad, fundada en el persuasivo razonamiento del acusador y del juzgador, con una privación automática resuelta desde el Poder Legislativo, sin miramiento hacia las circunstancias de cada proceso y de cada procesado.
Privación o extinción de dominio, que desecha derechos fundamentales y afecta, tabla rasa, a inocentes y sospechosos. Y añadamos, sin agotar el catálogo –ni remotamente– la denominada “Ley garrote” de Tabasco, del 31 julio de 2019; las reformas al Código penal de la ciudad de México, del 1 de agosto de 2019; el tratamiento de los delitos fiscales; los constantes incrementos punitivos alojados en la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, donde se han multiplicado, a modo, los denominados, delitos objetivo. Etcétera, etcétera.
Frente a este panorama, que desde luego es mucho más extenso que el que acabo de invocar, conviene que volvamos los ojos a donde hay que mirar: los hechos y los procesos, los aciertos y los errores del orden social, en el que aparecen la delincuencia tradicional y la delincuencia organizada. No seremos ingenuos al examinar estos fenómenos, hacer su diagnóstico, fijar su pronóstico y aportar sugerencias para resolverlos. Pero tampoco tropezaremos más veces con la misma piedra de política criminal –o de su ausencia– con que hemos tropezado y caído una y otra vez.
Habrá que actuar con realismo y reflexión, sin incurrir en lo que se ha denominado populismo penal, vertedero de la demagogia, que arroja pésimos resultados. Los remedios erróneos pueden agravar la enfermedad, y suelen hacerlo. Veamos cómo se han comportado la inseguridad y la criminalidad en los últimos años, a pesar de las medidas adoptadas para reducirlas o al menos contenerlas.
Aquí, como en otros espacios de los quehaceres públicos y sociales, la regla de oro reside en la prevención en sus diversas expresiones. Se ha proclamado constantemente. Pero esto entraña un gran giro político, social y económico, que también pasa por la revisión del pacto social. Finalmente, también habrá que seguir la enseñanza de Piero Calamandrei, que alguna vez he invocado en la cátedra guanajuatense: revisar el ser y el quehacer de los personajes del sistema penal, reconstruirlo pieza por pieza en la medida en que sea indispensable, que suele ser muy amplia.
Señoras, señores:
Me he permitido exponer estas elementales reflexiones, que nada aportan a lo que ustedes saben mucho mejor que yo, sólo para acompañar con fraternal cercanía el pensamiento de los maestros guanajuatenses que me han beneficiado y a los que agradezco su amistad y su generosidad. Quisiera subir con ellos la empinada escalinata que ya mencioné, la que conduce a la puerta magna de su Universidad. Para hacerlo debo suplir mis carencias con el soporte que me brinda este doctorado. Es lección de benevolencia de quienes lo conceden y debe ser oportunidad de reflexión y compromiso, con humildad y sinceridad, para quien lo recibe. Así lo entiendo y así lo asumo.
Gracias, Universidad de Guanajuato.”