Desde el milagro que salva, participa

Desde el milagro que salva, participa

Por Velia María Hontoria Álvarez

«Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada.»
— Edmund Burke
Hay un cansancio que el sueño no cura. No es físico ni se alivia con café, tampoco con vacaciones, menos aún con aromáticas tisanas. Es un desgaste que se instala en el alma: ese agotamiento profundo que nace al ver los mismos errores repetirse una y otra vez, con la indiferencia de quien, aun sabiendo el daño, prefiere mirar a otro lado. Como si no hubiera consecuencias. Como si bastara una excusa tonta y mal pensada. Como si el tiempo, el esfuerzo o incluso la vida de otros no importaran.
Y lo peor: cuando alguno señala lo evidente, lejos de encontrar eco, recibe miradas evasivas, sonrisas incómodas o el arrinconamiento cobarde de quienes prefieren el confort de la ignorancia voluntaria. El silencio también es violencia, y ese pastoso “nopasanada” que muchos repiten es, en realidad, el himno de la decadencia; un robo de identidad donde, voluntariamente, uno elige borrarse el rostro, despellejar la huella que lo acredita como parte consciente de esta vida.
Fatiga ver cómo se tolera lo intolerable. Cómo se normaliza la negligencia, la mediocridad, el autoengaño. Como el dulzor empalagoso del chocolate que, en exceso, cierra la garganta. Agota hablar con paredes, enfrentar gerencias sordas, autoridades parapetadas tras sellos y escritorios, discursos huecos que sirven solo para perpetuar el desorden. Extenuante resulta convivir con quienes viven como si su falta de responsabilidad no afectara a nadie más, cobijados en la estúpida indiferencia de la apática mayoría o del “aminometoca”.
Pero pesa aún más en el alma cuando —a pesar de todo— sigues creyendo que vale la pena luchar.
Cuando permaneces convencido de que señalar errores no es un acto de amargura, sino de esperanza. Pues definitivamente corregir no es agredir, sino construir. Hablar es confrontar, reflexionar, abrir la posibilidad del “¿y si…?” para desde ahí razonar otros caminos. Escuchar esa diversidad que transita desde lo tolerable hasta el absurdo para desde ahí reconstruir opinión. Exponer ideas amplia criterio, clarifica, reafirma o te lleva a comenzar de nuevo. Puede ser en sí otra forma compasiva de amar el presente y construir futuro.
Y así, en medio de la fatiga, seguimos: nadando a contracorriente, aferrados a la necia convicción de que vale más un alma herida por la verdad que mil conciencias adormecidas por la indiferencia. Como decía Albert Camus:
«En medio del invierno, aprendí que había en mí un verano invencible.»
Entonces, desde ese verano quizá podemos sembrar primaveras, abrirnos a nuevas posibilidades, explorar universos insospechados, reencontrar y conocer personas que, desde la generosidad auténtica, brindan su tiempo, experiencia, vivencia; podemos erguirnos y mirar la vereda con otras sandalias.
Sí, hay días que duelen, que desgastan, que sangran. Pero también existen días —y personas— que nos recuerdan por qué no debemos rendirnos.
Por ellos, por nosotros mismos y por los que vienen detrás, seguimos diciendo lo que otros prefieren callar; seguimos intentando corregir lo que otros eligen ignorar; seguimos luchando por un mundo menos cínico, menos cobarde.
Porque no hemos venido a este mundo a ser parte del coro indiferente, sino a ser, en la medida de nuestras fuerzas, el eco de la conciencia.
Con admiración a quienes, aun cansados, siguen inspirando: Juan Carlos, Cris, Fito, Queta y todos esos valientes que no necesitan ser nombrados para seguir haciendo la diferencia.

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