El ocaso de la voluntad
Por Velia María Hontoria Álvarez
¿Qué duele más, la realidad o la expectativa? Ambas pueden ser una carga pesada, pero es en las expectativas donde muchos encuentran su mayor decepción. Nos enseñan a soñar, a aspirar, pero cuando la realidad golpea, nos desarma con su crudeza. Algunos prefieren renunciar a soñar, abrazar la dureza de lo tangible, convencidos de que es mejor aceptar una verdad amarga que vivir de ilusiones. Pero, ¿es realmente así? ¿Somos nosotros, con nuestras creencias y prejuicios, quienes deformamos la realidad y creamos castillos en el aire? O, más profundamente, ¿es nuestra inclinación a sufrir lo que define nuestro destino? ¿nos gustan las mentiras y su sonsonete? ¿Cuál es el propósito, la meta? ¿Hay un destino escrito o tejemos laboriosamente nuestra propia novela? Los hechos irrefutables trascienden. Aunque la miopía escogida empañe nuestras gafas, las metrallas siguen sonando y el miedo, como un veneno, congela el paisaje, mientras otros animan la escena. ¿Quién le dijo a aquellos que dictan sentencia que tienen el poder o la libertad para hacerlo? ¿Por qué habría de temer que me quites lo que por derecho es mío? ¿Cuál es la diferencia entre un hecho y un deseo? Muchas preguntas, harto silencio, pero no pretendo abrumarte. Solo quiero invitarte a cuestionar el rumbo que estamos tomando. La controversia prevalece, ahogando las luces. Se dice que la gobernadora entrante no está de acuerdo con que se beneficie a la sociedad si no es ella quien figura como benefactora. Por eso, el impuesto que tanto trabajo nos ha costado, y que hoy beneficia a cientos en miles, podría desaparecer, como ha desaparecido la confianza. No solo la confianza en la autoridad, sino en cualquier institución, porque al final no es la letra la que prevalece, sino quien empuña la pluma. No se trata solo de la actitud que adoptamos ante las acciones, decisiones y personas definitivamente si hay otra realidad. Hay hechos que marcan. Se ha reconocido que FIDESSEG puede y debe mejorar, no es válido deshacer lo que vale bajo ningún argumento; no hay un estado de derecho, se juega con la pobreza y la enfermedad, el caos parece bandera. Cada sexenio, cada trienio, como si estuviéramos obligados a estrenar ideas y redescubrir el hilo negro, se parte, desechando con humildad el reconocimiento a caminos ya transitados que se han convertido en amplias carreteras y sin más se regresa a la vereda. ¿No es acaso el deber de la autoridad hacer el bien? Estan engañados si creen que gobernar son aplausos y cortar listones, algunos en este oficio hijos han perdido. Dicen que esto ocurre porque somos una sociedad apática y egoísta, donde cada uno busca sus propios intereses y quiere imponer su propia melodía. ¿Sera eso, la falta de unión, de transparencia? ¿El deshonesto desinterés por llamar a las cosas por su nombre? O quizá hacernos estas preguntas sea solo otra forma de evitar la responsabilidad de hacer lo que debe. El silencio de las ciudades me aterra. Dicen que algunos ya se han acostumbrado, pues perder se ha convertido en una consigna. ¿Hasta cuándo seguiremos atrincherados? Quizá, cansados de ver, preferimos deambular a oscuras. Tal vez, como escribía Aldous Huxley, el verdadero camino revolucionario no está afuera, sino adentro. Y ese «adentro» quizá se ha dejado para las visitas, en la desfachatada esperanza de que otros vengan a arreglar lo que es nuestro.