LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
“En mi primer libro, querido Teófilo, escribí a cerca de todo lo que Jesús hizo y enseñó hasta el día en que ascendió al Cielo” (Hch. 1,1). San Pablo se pregunta: y “¿qué quiere decir que ascendió? Que primero bajó a la profundidad de la tierra” (Ef.).
Efectivamente, el 25 de diciembre celebramos un hecho por demás sublime, del Cielo a la tierra se abrió un camino. Dios decidió estar con nosotros, ser uno de nosotros. Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María Santísima.
Vino, asumió nuestra condición terrenal, todo con un fin aún más alto: ayudarnos para que nosotros también participemos de su condición. Por eso nos comparte su amor, su gracia, su amistad, etc. Pero hoy celebramos que Cristo vuelve al Cielo, no porque se vaya y nos deje abandonados, sino que se va, sí en su condición de Dios, pero también en su condición humana, sube al Cielo para representarnos y para poner allá la meta de todos los humanos.
Dice San León Magno: “Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del Paraíso, sino que con Cristo hemos ascendido, mística y realmente, a lo más alto de los Cielos, y conseguido por Cristo una gracia más inefable que la que habíamos perdido” (homilía 1, sobre la ascensión).
Así, el 25 de diciembre celebramos que se abrió un camino del Cielo a la tierra, ahora celebramos que el camino se abre de la tierra al Cielo donde se abren las puertas para todos nosotros. Mas es bueno preguntarnos: mientras llega ese momento, ¿qué tenemos que hacer en la tierra? Esto Jesús lo indica muy claramente en el evangelio: “Vayan por todo el mundo y enseñen vivir el evangelio a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer será condenado” (Mc 16.15ss).
Aquí nace la misión de la Iglesia. Cristo cumplió con su obra y sube al Cielo, ahora a la Iglesia le toca ayudar a todos a creer y a vivir el Evangelio. Precisamente, vivir la fe a la luz del Evangelio es recorrer el camino hacia el Cielo. La ascensión nos anima y orienta para hacer el camino de cada día disfrutando del mismo y bajo la garantía de que el destino está seguro. Jesús regresa al lugar que le toca por naturaleza, pero también crea un espacio para los que creemos en él.
Inicia un tiempo nuevo, el tiempo de la Iglesia, siempre asistida con la luz del Espíritu Santo. La comunidad cristiana está llamada a ayudar a la humanidad a redimensionar la vida bajo los principios de vida que nos regala el evangelio. Mas aún, toda la obra de Cristo fue precisamente para reafirmarnos en esa dimensión trascendental de nuestra vida, para hacernos ver que nos quedamos muy cortos cuando nuestras aspiraciones son solo terrenales, como si fuéramos tan pobres que solo tuviéramos cuerpo, desconociendo nuestra parte espiritual.
En realidad, la misma vida terrenal solo puede ser comprendida desde la dimensión de eternidad que Cristo vino a ofrecernos. Las esperanzas terrenales son importantes, pero cortas, nos dice Benedicto XVI. El corazón humano está ansioso de eternidad y no descansa hasta que reposa en esa eternidad. No podemos quitar las verdades del más allá y quedarnos solo con las verdades del más acá. Para el hombre es fundamental planear la vida con una visión que sobrepasa el corto tiempo terrenal, saber ver más allá de lo que las fuerzas y la inteligencia humana nos ofrecen.
El toque de eternidad que Cristo nos ofrece no es someter nuestra vida a una alienación, como lo criticaba Carlos Marx, que decía que con el tema de la vida eterna el ser humano se vuelve irresponsable en la terrenal. No, es todo lo contrario, la fe nos lleva a ver con más responsabilidad y con mejor sentido las mismas cosas de la tierra. El camino empieza ahora y tiene su meta en el Cielo, donde está Cristo, porque ha subido victorioso.
No olvidemos, “quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la esperanza que sostiene toda la vida” (Benedicto XVI). Esa es la esperanza que toma sentido a partir del misterio de la Ascensión de Jesús a los Cielos.