//MENSAJE DOMINICAL:// Amar con todo el ser

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*XXXI domingo del tiempo ordinario


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

Jesús sigue caminando hacia Jerusalén. Es durante el camino donde un escriba le preguntó: ¿cuál es el primero de todos los mandamientos? En tiempo de Jesús, había en los judíos dos tendencias: una, la de multiplicar preceptos, pues se tenía un precepto para cada cosa y para cada momento, creyendo que ahí estaba la perfección de la vida religiosa. Para otros, en cambio, era necesario entender dónde estaba la esencia de la ley divina. En esta segunda mentalidad va la pregunta del escriba, por eso, la respuesta inmediata y certera de Jesús: “Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que estos” (Mc. 12, 29-31, cfr. Dt. 6, 4-6).
Se trata de una respuesta que encierra variantes muy significativas en el modo de concebir la fe. Para el mundo judío no era totalmente desconocido unir el primer mandamiento con el segundo; pero, sí había otro problema: entender quién era el prójimo, pues tenían una visión muy reduccionista. Para ellos, el prójimo es equivalente a próximo, es decir el que comparte la misma fe, la misma raza, la misma sangre. Por lo tanto, no lo es el extranjero ni los que ellos denominaban paganos ni los que por algún motivo han perdido los derechos legales.
Ahondando en el significado de “prójimo”, Karol Wojtyla, en su obra “Persona y acto”, explica que prójimo expresa la capacidad y disponibilidad de compartir la riqueza del propio ser con toda persona, por el mero hecho de ser persona. Por lo tanto, prójimo rebasa los límites de la familia, de la religión, de la raza, de la geografía y de cualquier otra circunstancia. Indica que compartir la vida no tiene límites de tiempo ni de espacio. De ahí que, el precepto del amor al prójimo se convierta en un referente fundamental para convivir, es un principio clave de ética social.
Pero el problema no termina ahí. Pues también entre algunos judíos de aquel tiempo, como para el mundo en general en la actualidad, es difícil unir estos dos mandamientos. Hay quienes apuestan por una visión religiosa solo vertical, de ahí los problemas del fanatismo, el pietismo y de entender un amor a Dios sin comprometerse con el hermano. Así, hay quienes se plantean desde la religión, incluso, la necesidad de fugarse de las circunstancias del mundo, pues lo ven como una amenaza para la salvación. Pero, igual, en contra parte, hay quienes creen que en la vida basta con dedicarse a obras de asistencialismo o filantropía. Desde luego, estas obras ya son un bien grande, pero el ser humano es integral, también necesita interioridad, es trascendencia que va más allá de lo temporal, necesita una fuerza y visión que se alimenta en Dios.
Por eso la propuesta de Jesús se centra en el amor, que une la dimensión divina y la humana: amor a Dios y amor al prójimo, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Y no hay ningún mandamiento mayor que estos” (cfr. Mc. 12, 29-31, cfr. Dt. 6, 4-6).
No podemos pensar la fe solo en un teocentrismo desencarnado, ni la vida del hombre en un antropocentrismo aislado de lo trascendente. Un mismo acto de amor, dice Karol Wojtyla, solo que dirigido a dos distintas personas. En los dos destinos, sea Dios o el prójimo, se exige la misma integridad, es decir, el corazón, el alma, la mente y todas las fuerzas. Desde el orden, la prioridad es Dios, mientras que en base a la integridad del acto, la exigencia es la misma en un caso y en el otro.
Y si Jesús va hacia Jerusalén, es decir, hacia la cruz, nos mostrará que el amor debe ser en el grado de la donación plena. Pues el don nos permite salir de nosotros mismos y como es un don amoroso, eso nos salva de devaluar el propio ser, al contrario, lo engrandece. En el don amoroso, la persona va más allá de sus propias dimensiones. La persona muestra su entera libertad, que le permite disponer de sí para sumar a que el otro sea.
Abrirnos al amor de Dios es mantenernos en la fuente misma del amor. Amar al prójimo, es entender la oportunidad que Dios nos da de tener un motivo sublime para vivir.

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