//MENSAJE DOMINICAL:// ¿Cómo construir el camino?
*Tercer domingo de adviento
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
En cumplimiento de la profecía de Isaías, el domingo pasado apareció en el desierto Juan el bautista, con un llamado muy preciso: “preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos. Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios” (Lc. 3, 1-6).
Ante tal llamado, ahora la pregunta es: “¿qué debemos hacer?” ¿Qué hacer para abajar las montañas, para enderezar y quitar las asperezas del camino? La respuesta es sumamente práctica, pero eficaz: “Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo” (Lc. 3, 11). Sólo el que se entrena en la generosidad puede derrumbar las montañas de la soberbia y de la avaricia. La salvación no se hereda en la sangre, ni por estatus sociales o económicos, sino abriendo el corazón a Dios y ejerciendo una serie de obras concretas. Quien pelea un reconocimiento por una condición económica o social solo inyecta soberbia en su corazón, mientras que el camino de la salvación se realiza con obras concretas.
Si el corazón del hombre, como dice Orígenes, “es grande, espacioso y capaz” (Comentario a san Juan, 21, 5-7), entonces, ¿por qué querer llenarlo con cosas, en vez de permitir que lo ocupe Dios? Que el amor sea nuestro estilo de vida (Cfr. Papa Francisco) y no la soberbia, la envidia, la avaricia y otros sentimientos que intoxican la vida propia y la de los demás.
“Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo” (Lc. 3, 11). Sin la generosidad, nos hacemos aliados de una cultura que privilegia a unos y descarta a otros, al grado que “mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz” que se desgasta en el consumismo (E.G. 56). En la cultura consumista se habla de navidad, pero, en realidad, es contraria al espíritu de la navidad. En dicha cultura se quiere enaltecer al ser humano desde lo relativo, mas, termina retirándonos de lo esencial, que es Dios. Por eso, hay que enderezar el camino.
¿Qué más tenemos que hacer nosotros? Juan le respondió a los publicanos, cobradores de impuestos: “No cobren más de lo establecido” y a los soldados: “No extorsionen a nadie, ni denuncien a nadie falsamente, sino conténtense con su salario” (Lc. 3, 13-14). No podemos seguir afanándonos en instituir la corrupción y la extorsión como norma de vida. Esto no puede estar como un ingrediente normal de nuestra cultura. No es posible que las estructuras y las personas que, por naturaleza, están para proteger al ser humano, terminen corrompiéndose y corrompiendo.
El Papa Francisco habla de una corrupción ramificada, a nivel local, nacional e internacional, que parte desde pequeñas cosas y llega hasta altas dimensiones (cfr. E.G. 56). Abrir el corazón a esta tentación es entrar a un camino que no conoce límites. Es perder lo más sagrado del corazón. Somos nosotros los que debemos empezar por poner alto a esta contaminación que sólo genera miseria humana.
Atendamos la invitación de San Pablo a los filipenses: “Alégrense siempre en el Señor; se lo repito: ¡Alégrense!” Pero dicha alegría debe tener un fondo: “Que la benevolencia de ustedes sea conocida por todos”.
“Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración y muy encapotadas cuando están en ella… y piensan que ahí está todo el negocio… no hermanas, no; obras quiere el Señor” (Santa Teresa, Las Moradas, V, 3).
Sin la generosidad y, en general, sin las buenas obras, el corazón se hace pobre y mezquino, la vida se hace áspera y, así, no hay navidad.