//MENSAJE DOMINICAL:// Con obras, hagan ver su conversión
*II domingo de adviento
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
En este segundo domingo de adviento, la llamada del Bautista es contundente: “Conviértanse porque ya está cerca el Reino de los cielos” (Mt. 3, 1). El Reino es tema esencial en el evangelio de San Mateo; por lo que, de inmediato, se ponen en claro algunos elementos fundamentales.
Por una parte, el Bautista, saliendo de la visión común de los judíos, hace ver que el Reino no está sujeto a unas determinadas dimensiones geográficas: por eso, “acudían a oírlo los habitantes de Jerusalén, de toda Judea y de toda la región cercana al Jordán”. La presencia de Dios ya no está conscripta sólo a la ciudad santa de Jerusalén y a su templo. El Reino de Dios rompe las fronteras geográficas.
Pero lo más importante, el Reino de Dios exige conversión. Mas el Bautista hace ver que la conversión no es una cuestión meramente moralista o un sentimentalismo religioso. Bajo la perspectiva de un sentimiento moralista puedo hacer una lista de las cosas que he hecho bien y de las que he hecho mal e incluso puedo ir al confesionario y pedir perdón por ello. Esto puede quedarse en un acto. La conversión es mucho más, como dice el Bautista: “Hagan ver con obras su conversión y no se hagan ilusiones…” (Mt. 3, 8). La confesión puede ser un punto de partida, pero lo propio es renovar el modo de vivir, un estilo de vivir que me permita un significado más profundo y trascendente a lo que hago, es una valoración más justa de mi relación con los demás y con Dios.
La conversión, como dice el Bautista, es “enderezar los senderos”, es revalorar los esquemas en el pensar, en el sentir y en el obrar. Se trata de un llamado a aquellos que se encuentran lejos de la gracia de Dios y que han hecho como modo de vida el crimen, la violencia, el engaño, la manipulación, la corrupción y la maldad en general. Estos están lastimando no sólo los fundamentos sociales de los pueblos, sino que también se destruyen a sí mismos, pues corrompen su interior.
Pero, igual, la conversión que el Bautista lanza desde el desierto es un llamado severo para aquellos que a veces nos sentimos tan seguros en los caminos de Dios, aunque, a veces, nuestro modo de vida no es el más coherente: “Raza de víboras, ¿quién les ha dicho que podrán escapar al castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su conversión y no se hagan ilusiones pensando que tienen por padre a Abraham, porque yo les aseguro que hasta de estas piedras puede Dios sacar hijos de Abraham. Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será cortado y arrojado al fuego” (Mt. 3, 7-10).
En ese sentido, el profeta Isaías presenta, bajo la clave de la justicia, las exigencias de la venida del Mesías, que viene a reinar. La justica da autenticidad a la relación entre el creyente y Dios. Porque el que viene: “no juzgará por apariencias, ni sentenciará de oídas; defenderá con justicia al desamparado y con equidad dará sentencia al pobre… Será la justicia su ceñidor” (Is. 11, 1-10).
La conversión es tan seria que no es sólo un llamado que me acerca a Dios para contentar mi corazón sin que me comprometa en serio a sumarle algo a este mundo donde Dios quiere reinar. La conversión es darme la oportunidad de fortalecer mi vida en Dios para responder valientemente a las responsabilidades terrenales, familiares; es dar respuestas cabales en el ámbito laboral, en las relaciones con los demás; es lograr un mejor entendimiento de sí mismo y, desde luego, mejorar el conocimiento, el amor y el trato con Dios.
El adviento es el tiempo para definirnos: ¿somos o no somos de Dios? ¿Amamos lo que somos o preferimos vivir en la ley del mínimo esfuerzo? El ser humano es libre para hacer una religión a su medida, a su gusto, pero debe ser consciente de que esa religión no lo salva. Eso es jugar por nosotros mismos en nombre de las cosas de Dios y es ahí donde urge la conversión.
Muchas veces, sin renunciar formalmente a Dios, en la práctica no es Dios quien inspira las principales y cotidianas decisiones. Pero esto, a la larga, se convierte en fuente de arrogancia y de tristeza, porque el corazón queda vacío.
¡Que el Reino sea una realidad viva en cada corazón! El adviento es nuestra oportunidad. “¡Ahora! ¡Vuelve ahora! No te dejes engañar: Ahora, no es demasiado pronto… ni demasiado tarde” (Camino, 254).