
//MENSAJE DOMINICAL:// Desde el camino de la Cruz
*XII domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
Frente a un mundo fragmentado, como el actual, hoy san Pablo nos presenta uno de los ideales y expresiones más altos de la salvación: “Ya no existe diferencia entre judíos y no judíos, entre esclavos y libres, entre varón y mujer, porque todo ustedes son uno en Cristo Jesús”.
Mientras, para muchos, los temas de la inclusión y la igualdad se han convertido en la gran novedad, aunque en la práctica se haga lo contrario, san Pablo, hace dos mil años, ya los presentaba como un distintivo propio del espíritu cristiano: “Ya no existe diferencia… porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús”. Es decir, los signos y frutos de la salvación son la unidad, la reconciliación, el encuentro y no la división o los privilegios sociales.
Pero esto no sucede por un decreto divino, sino haciendo el camino de la Cruz. De ahí que, Jesús, después de reafirmar su identidad como Mesías, les anuncia: “Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día”. Este es el camino del Mesías, pero es también el camino del verdadero creyente: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”. (Lc. 9, 20-24).
Cuando Dios toca y sana las fibras más profundas del ser humano, se rompen las diferencias, en cambio, cuando Dios no está se agrandan los muros que separan. Por eso, el proyecto de Dios implica alcanzar las áreas más áridas de la vida, para renovar desde dentro.
Cristo anuncia su muerte, pero también su victoria. Y, efectivamente, Él ya hizo el camino y sí resultó victorioso. El dilema del mundo, ahora, se juega en el atrevimiento del ser humano de asumir o rechazar dicha propuesta: tomar la cruz de cada día o buscarse a sí mismo.
“Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo… Pues el que quiera conservar para sí mismo su vida, la perderá”. Se trata de una máxima evangélica, también, más que comprobada. La inercia individualista, marcada por el egoísmo, la soberbia, el materialismo y el hedonismo, que se ha vuelto cultura, nos está provocando tremendos desajustes humanos.
¿Por qué el proyecto de Dios se mueve bajo la mística de la Cruz? Porque con la Cruz Él baja a lo más complicado del corazón humano, lo sana y lo libera. Antes de Cristo, la cruz era el lugar del pecador y, ahora, Él desde ahí quiere liberar. Pero, también, Jesús nos enseña que la Cruz implica darlo todo, sin discriminar a nadie. Cristo asume todo lo que el hombre puede vivir, incluyendo sus miserias y las consecuencias más profundas del pecado y, desde ahí, abre un camino nuevo. La Cruz es el camino del encuentro: Dios con el hombre, el hombre con Dios y el hombre con el hombre. Por eso la Cruz rompe los muros.
Cuando Cristo toca las fibras más recónditas de la persona, entonces dejamos de afanarnos en buscarnos enfermizamente a nosotros mismos y resurge la capacidad de voltear a verlo a Él. Ya lo anunciaba el profeta: “ellos volverán sus ojos hacia mí, a quien traspasaron con la lanza” (Zac. 12, 10).
Sin la mística de la Cruz de Cristo, la vida del hombre siempre resultará incomprensible. Pues sin la libertad interior del corazón sanado por Cristo y sin la decisión de entregarlo todo, ¿cómo podrían mantenerse fieles y felices los matrimonios? ¿Cómo un sacerdote podría servir con alegre generosidad a sus feligreses? ¿Cómo podrían unos papás darlo todo por sus hijos? ¿Cómo podría un profesionista santificar su vida en el servicio a los demás?, etc.
Sin la sabiduría de la Cruz, ¡qué difícil es entender a fondo la vida! Creer desde la profundidad del amor no es fácil, sin embargo, es la única manera legítima para vivir bien y garantiza que el mundo pueda ser diferente. Los demás sistemas no han dado resultado.