
//MENSAJE DOMINICAL:// Dichoso quien confía en el Señor
*VI domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
“Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón” (Jr. 17, 5ss). Así le habla el profeta Jeremías al pueblo pocos años antes de la destrucción de Jerusalén y de la deportación de sus habitantes (s. 586 a.C.). El rey y sus habitantes hacen una alianza con los egipcios y adoptan su modo de ver la vida, poniendo en ello toda su confianza, en vez de hacer un modo de vida según Dios. Esa fue su perdición.
El hombre del tiempo presente está marcado, en gran medida, por una vida de angustia, de nerviosismos y de incertidumbres. La incertidumbre social hoy se presenta con muchos rostros. Ejemplos sobran, por señalar algunos: en México la violencia y la dura crisis educativa son una amenaza real para todos; a nivel mundial, el efecto de las nuevas políticas públicas e internacionales de EU tienen en desconcertado a todo el mundo; igual, podemos decir que, en cada espacio del mundo se mueven factores que generan una incertidumbre de vida, nunca imaginada.
La causa, en el fondo, es la misma: la primacía del dinero y del poder, por encima de la dignidad humana y del bien común. No es posible que hoy se les llame progresistas a quienes promueven la muerte en sus múltiples expresiones o, al menos, no hagan nada por frenarla. No es posible que se le llame desarrollo a aquellos proyectos y programas que no promueven de modo integral al ser humano y que permiten que se siga explotando a los más vulnerables. Las consecuencias las estamos viviendo todos los días y nos duelen.
Contra todo esto, el mismo profeta Jeremías y el salmo 1 nos presentan una propuesta diferente: “dichoso el hombre que confía en el Señor y en él pone su confianza”. El que confía en el Señor, “es como un árbol, plantado junto al agua, que hunde sus raíces… en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar fruto” (Jer. 17, 5-8).
En esta misma lógica divina, Jesús hoy nos presenta las bienaventuranzas, las cuales se convierten, precisamente, en el espíritu del Reino de Dios. Se dirige, en primer lugar, a los pobres de palestina, que tienen hambre y que eran víctimas de las carestías y de las consecuencias de las guerras, después del asedio a Jerusalén: “Dichoso ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Dichosos ustedes los que lloran ahora, porque al fin reirán” (Lc. 6, 20ss). Jesús no soporta que los que tienen el poder abusen de la situación y piensen sólo en sí mismos, en su utilidad. Encarecen todo, aprovechando que tienen el control: “ay de ustedes los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo”.
Cuando el hombre confía más en sí mismo y se busca a sí mismo, pierde las referencias más importantes de la vida y se harta de sí. En cambio, las certezas que vienen de Dios, dan claridad de vida en el mundo temporal y nos abren a los horizontes de la eternidad.
Poner la confianza en Dios, por encima de todo, como lo pide el profeta Jeremías, implica privilegiar a los hermanos en sus necesidades y hacer vivo el interés de Dios de que seamos cercanos y solidarios, como lo enseña el evangelio.
Obviamente, la propuesta de Jesús, en las bienaventuranzas, no se trata de un pensar masoquista, sino una manera contundente de reafirmar la grandeza del actuar desde la máxima garantía que es Dios. Se trata de una seria invitación a purificar nuestro corazón de los instintos que lo ciegan, para hacernos más disponibles al amor y a la sabiduría que viene de Dios. Es convencernos de que “la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o en el bienestar sensible, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1723).
Las bienaventuranzas no implican sólo una actitud ante las cosas materiales, sino que exigen, de verdad, un actuar donde se manifieste el buen orden ético, que coloque la dignidad de la persona por encima de todo. Por eso, actuar desde Dios es garantía para el bien del ser humano y no sólo un sentimentalismo religioso.
Que nadie se gloríe en decir: soy perseguido por matar, robar, violar, por atentar contra la vida inocente, por corrupto, por lastimar a otro… dichoso, más bien, quien “no se guía por mundanos criterios, que no anda en malos pasos ni se burla del bueno, que ama la ley de Dios y goza en cumplir sus mandamientos” (Ps. 1).