//MENSAJE DOMINICAL:// El árbol se conoce por sus frutos

//MENSAJE DOMINICAL:// El árbol se conoce por sus frutos

*VIII domingo del tiempo ordinario


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

“No hay árbol bueno que produzca frutos malos, ni árbol malo que produzca frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos” (Lc. 6, 39-45). En sí, todo lo creado por Dios es bueno, empezando por el ser humano. Es decir, de origen todo es bueno: “vio Dios todo cuanto había hecho y todo era muy bueno”. Las variantes vienen después en la manera de cultivar dicho árbol. Por eso, es muy oportuna la precisión que hace el libro del Sirácide: “El fruto muestra cómo ha sido el cultivo de un árbol” (27,5ss).
Pensemos en la riqueza con que Dios diseñó nuestra naturaleza humana, con sus implicaciones corporales, afectivas, racionales, espirituales y todo, cuanto encierra nuestro ser. Es algo tan perfecto que cuando, por caso, hay una leve variante, resalta mucho. Y toda esa riqueza, Dios la puso en nuestras manos para que la administráramos, para que le diéramos un toque personal. Por eso, la enorme responsabilidad que tenemos frente a nuestro ser, la manera de tratar nuestro cuerpo, de manejar nuestros sentimientos, de aprovechar y proyectar nuestras facultades superiores y el modo de relacionarnos con las demás personas y con Dios.
Dios nos hizo bien a todos, puso en nosotros unas virtudes naturales; así, nuestro ser, por naturaleza, lleva un sello Divino y todos gozamos de ese patrimonio natural, como un don. Pero, al confiar en cada uno, para que hagamos buen uso de la riqueza de nuestro ser, los frutos dependerán, también, del modo como ejercemos nuestra existencia. De este modo, “el fruto muestra cómo ha sido el cultivo de un árbol” (27,5ss).
Como humanidad, en esa tarea de administrar bien y dar fruto adecuados, muchas veces, parece que las cuentas no resultan como debería ser. Llevamos cargando dos derrotas dolorosas, que van de la mano y que nos marcan de modo drástico: la muerta moral (el pecado) y la muerte biológica. Dice San Pablo: “El aguijón de la muerte es el pecado” (1 Cor. 15). De aquí brota el desmoronamiento de nuestra naturaleza y todas las complicaciones sociales, que hoy tienen profundas y diversas expresiones.
El pecado, que significa la muerte moral, nos lleva a equivocarnos y a ser víctimas de nuestros propios errores. Pero, además, el pecado, que anestesia el interior del ser humano, nos impide dar lo mejor de nosotros y vivir con alegría. Por otra parte, la cultura actual minimiza el pecado, al grado que para muchos nada es pecado. Pero, en realidad, el pecado encierra una responsabilidad muy profunda y delicada respecto a nuestra propia existencia y la de los demás. La delincuencia, las injusticias, el hambre, los niños de la calle, los ancianos no atendidos, la violencia intrafamiliar, las irresponsabilidades, la indiferencia y los demás hechos que provocan dolor, traición, miedo y desilusión son, precisamente, expresiones contundentes del corazón enfermo.
El desorden interior, que provocan los sentimientos y las mentalidades equivocadas, termina alimentando “la mutua desconfianza y la hostilidad, los conflictos y las desgracias, de los que el hombre es a la vez causa y víctima” (GS 8). A eso se refiere san Pablo con: “El aguijón de la muerte es el pecado” (1 Cor. 15).
¿Todo está perdido? Obviamente que no. Entonces, ¿qué necesitamos? Hay que atrevernos a echar mano de las herramientas más altas. Después de Dios, hagamos valer nuestro propio ser. Somos personas, a imagen y semejanza de Dios, con enormes capacidades. Las buenas decisiones, por pequeñas que sean, van reconfigurando al ser humano. “El fruto muestra cómo ha sido el cultivo de un árbol; la palabra muestra la mentalidad del hombre. Nunca alabes a nadie antes de que hable, porque esa es la prueba del hombre” (27, 5-8). Que nuestro pensar, hablar y actuar nos coloquen en la altura que realmente poseemos, en lo que queremos y en lo que deseamos que el mundo sea.
La cuaresma, que está por iniciar, es, precisamente, nuestra oportunidad para reafirmar nuestra vocación hacia el bien. Que brillen nuestras capacidades humanas, bien cobijadas por la misericordia y la luz de Dios. Que renazca en el mundo la buena razón, pues esta “no es otra cosa sino parte del espíritu divino sumergida en el hombre” (Séneca).
Los signos del pecado y de la muerte son intensos y nos espantan, pero, entre todos, podemos hacer crecer la cultura de la bondad. Que hacia allá apunte nuestra práctica cuaresmal.

CATEGORIES
Share This

COMMENTS

Wordpress (0)
Disqus (0 )