//MENSAJE DOMINICAL:// El final de la historia

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*XXXIII domingo del tiempo ordinario

Pbro. Carlos Sandoval Rangel

Estamos, prácticamente, al final del tiempo ordinario, en el que hemos celebrado los misterios más importantes de nuestra fe. Y la palabra de Dios nos recuerda algo fundamental que no podemos olvidar: “la consumación de la historia”. “Será aquél tiempo de angustia, como no lo hubo desde el principio del mundo. Entonces se salvará tu pueblo; todos aquellos que están escritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo, despertarán: unos para la vida eterna, otros para el castigo” (Dn. 12, 1-2). Cristo, que nos ha introducido en la culminación de los tiempos, también viene a reforzar ese sentido de fe que apunta a ese momento glorioso de la historia: “Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad. Y Él enviará a sus ángeles a congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto del cielo” (Mc. 13, 25-26).
Continuamente el ser humano sueña y planea la vida terrenal como si fuera eterno aquí o como si fuera dueño absoluto del mundo. Se piensa muchísimo más en la vida presente que en la eterna. Se trabaja en un sin fin de proyectos pensando en perpetuarse aquí en la tierra. De hecho, señala el Papa Benedicto, que muchos rechazan hoy la fe porque ésta tiene como meta máxima y última la vida futura (cfr. Spe Salvi, 10). Y cuando, por caso, se llega a pensar en el día final, unas veces se hace con sentido de morbo y otras en tono de miedo, como de hecho sucede con algunos grupos pseudoreligiosos, que tantas veces anuncian el fin inminente del mundo.
Pues la palabra de Dios nos reafirma que ese día sucederá. Se dará, ya sea cuando cada quien termine su peregrinar terrenal, o cuando toda la historia o toda la humanidad lleguen a la consumación final.
Pero pensar en el “día final”, no debe ser motivo de morbo ni mucho menos de miedo. No perdamos de vista que Dios siempre quiere lo mejor para nosotros. De hecho, Cristo se refiere a él como día majestuoso: “verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad”. Viene para congregar a todos los elegidos, desde los cuatro puntos cardinales de la tierra. Y el profeta Daniel nos dice: “Entonces se salvará tu pueblo; todos aquellos que están escritos en el libro”.
Si el profeta Daniel habla de tiempo de angustia, se refiere a aquellos cuya seguridad fundamental no está en Dios, por lo que su aspiración máxima tampoco es Dios. Pero el creyente que tiene su confianza en Dios, ¿por qué habría de temer? El cristiano sabe de su condición de peregrino de este mundo, por lo que es consciente de que este peregrinar lo puede disfrutar más al tener su mirada última en el encuentro definitivo con Dios.
El mismo Papa Benedicto nos recuerda que para vivir, todos necesitamos de la esperanza. Es más, cada día nos movemos en pequeñas esperanzas, las más cotidianas, las cuales son buenas. Pero esas mismas esperanzas toman otra dimensión cuando están inspiradas por una esperanza más alta y definitiva.
Hoy, que el ser humano trabaja tanto para lo material, debe razonar y entender que eso no le garantiza todo. Nos anima la grandeza de la ciencia y de la técnica, pues estas nos ayudan a hacer más noble la vida, pero, igual, debemos ser conscientes de que no nos dan el sentido último de cuanto somos y tenemos.
Pensar en el día final, desde la perspectiva cristiana, no es evadir las responsabilidades y los retos de la vida cotidiana. Más, aún, la vida eterna y el encuentro glorioso con Dios se preparan también todos los días con la familia, los amigos, al rezar, trabajar, convivir, construir, servir y, en general, con el amor que ponemos en cada detalle de la vida.
No cerremos el corazón a Dios ni tengamos miedo a su venida. Él es un Dios, sí de justicia, pero también de gracia y misericordia. No esperemos el momento final, desde ahora dejémonos conducir por Él.
La meta se disfruta también en el proceso.

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