
//MENSAJE DOMINICAL: // El fuego de Dios
*XX domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
Para muchos, aún resuenan en su corazón las palabras dulces y alentadoras de Jesús, del domingo pasado: “No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino”. Y nos daba un consejo de garantía para la eternidad: “Consíganse unas bolsas que no se destruyan y acumulen en el Cielo un tesoro que no se acaba, allá donde no llega el ladrón, ni carcome la polilla. Porque donde está tu tesoro ahí está tu corazón” (Lc. 12,32ss).
Pero ahora nos hace ver que el Reino exige decisiones radicales: “He venido a traer fuego a la tierra ¡y cuanto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo ¡y cómo me angustio mientras llega!” (Lc. 12, 49ss). El fuego indica el poder de Dios, que purifica y define los campos. Purifica desde dentro la soberbia y todo lo que contamina al ser humano.
Cristo es el portador del fuego divino. Y viene para purificar la visión de la vida y el modo de entender y relacionarse con Dios. El fuego que porta Cristo es fuego de amor, que alcanza su momento álgido en la Cruz, pues desde ahí se revela la más alta fuerza purificadora. En la Cruz maduró la semilla de la vida nueva. El fuego del amor manifestado en la Cruz es capaz de desvanecer los juicios, las actitudes y las mentalidades falsas. Por eso, sus mismos verdugos enmudecieron y doblegaron su mirada.
Y es la fuerza de ese fuego purificador lo que permite a Jesús exigirnos una decisión definitiva: “¿piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división” (Lc. 12, 49ss). Es decir, llega el momento de definir: eres o no eres.
“No he viendo a traer la paz, sino la guerra”. Hay una paz fundamentada sobre los intereses del mundo, propia de los corazones enfermos o con miedo, que intenta defender los egoísmos. Se firman muchos acuerdos de paz, pero, comúnmente, se hacen a partir de bienes parciales, movidos más por el miedo y la inseguridad. Acuerdos, por lo general, manipulados por los más fuertes.
Jesús no ha venido a traer esa paz, la que, a veces, puede traducirse como pasividad o incapacidad de que las circunstancias sean diferentes. La paz de Jesús no es circunstancial ni externa ni condicionada. Él nos invita a un proyecto de bien pleno para todos.
Explicaba san Francisco de Sales: “El excesivo cuidado de nosotros mismos hace que nuestro espíritu pierda tranquilidad, y nos lleve a tener un humor raro y desigual. Así, nos sucede que en cuento tenemos alguna contradicción, en cuento nos damos cuenta de nuestra falta de mortificación, cuando caemos en algunos de nuestros defectos, por pequeños que sean, nos parece que todo se ha venido abajo” (Plática III, de la firmeza, 1, c). Desde esos niveles de vida, siempre será difícil tener paz en el corazón y generar paz en el encuentro con los demás. Por algo se nos exhorta en la carta a los hebreos: “dejemos todo lo que nos estorba” (12, 1).
Por eso, Jesús habla de división, pues hay que distinguir entre los que trabajan por los valores más altos, los que engrandecen al ser humano, respecto a los que solo trabajan por ideologías o intereses parciales. Los verdaderos valores, son posibles si le permitimos purificar nuestro corazón, nuestra mirada, con su fuego purificador. Su paz brota de los corazones plenamente convencidos del amor divino y del amor al prójimo.
En el proyecto de Cristo no caben el indiferente, el tibio, el que no razona, el que no emprende, el que no construye, pero, tampoco el fanático que polariza; por eso, dice que vino a traer la división, pues su propuesta no es apta para el que piensa de modo egoísta o mediocre o irracional.
No busquemos a un Dios que nos resuelva nuestros mezquinos intereses, busquemos más bien un Dios que nos empuje a renovar nuestra vida. Lo demás vendrá por añadidura.