//MENSAJE DOMINICAL:// En tus asuntos procede con humildad
*XXII domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
“Hijo mío en tus asuntos procede con humildad y te amarán más que al hombre dadivoso. Hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor, porque sólo Él es poderoso y sólo los humildes le dan gloria” (Sir. 3, 19). La vida moral del pueblo giraba en torno a la ley de Moisés, pero el libro del Eclesiástico ofrece una serie de consejos, haciendo así más prácticos y digeribles los preceptos divinos. Son consejos de sentido común, válidos para el creyente y para el no creyente, porque le suman a la esencia de la vida humana misma.
El día de hoy, tanto la primera lectura como el evangelio, ponen en alto la virtud de la humildad, la cual abre las puertas para todo, en especial, nos coloca con facilidad frente a Dios y también ante los hombres. Es el fundamento de las demás virtudes, especialmente de la caridad, pues el hombre humilde es siempre servicial y se pone, efectivamente, a disposición de todos. Es más, como diría el Santo Cura de Ars, si nos falta la virtud de la humildad, de nada sirven las demás.
La humildad se convierte en algo esencial, pues esta virtud coloca el valor de la persona por encima de la fama, del poder, de los conocimientos y de cualquier otra circunstancia. Por eso, dice San Agustín: Si me preguntan qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, les responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad y lo tercero la humildad. Sin ella no hay vida interior” y todo queda en lo externo.
En cambio, dice el Señor: “No hay remedio para el hombre orgulloso” (Sir. 3, 30). Pues al corazón soberbio le estorba y enferma todo y, en consecuencia, se le empieza a dificultar el trato amable y sencillo con Dios y con las demás personas.
Ya señalaba Santo Tomás: Todos los vicios nos alejan de Dios, pero solo uno nos opone a Él: la soberbia. Es por ello que, ante este mal, Dios nos ofrece como remedio la virtud de la humildad: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad”. Ésta se convierte en un principio que le da orden a nuestra vida.
Cuando el esfuerzo de una persona se centra en ganar un lugar, los posibles logros se quedarán en eso, en un lugar o posiblemente en un título, en algo que no trasciende, que no abona sustancia. Pero dichoso aquel que es reconocido por su humilde y caritativo servicio; de ahí la enseñanza de Jesús: “Cuando te inviten a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar principal… ocupa el último lugar, para que, cuando venga el que te invitó, te diga: Amigo, acércate a la cabecera. Entonces te verás honrado en presencia de todos los invitados” (Lc. 14, 7-11).
Que nuestras relaciones interpersonales: en la familia, en el trabajo, el apostolado, en la convivencia y en toda nuestra vida no se contaminen de trivialidades y de pretensiones, como sucedió en la comida a la cual fue invitado Jesús por aquel fariseo (Cfr. Lc. 14, 1); esto devalúa nuestro ser. Pues, “el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Lc. 14, 11). En los corazones soberbios y llenos de frivolidades, aun las buenas acciones pierden su valor.
La humildad nos hace confiar enteramente en Dios y disponer al máximo de nuestros talentos; por eso, permite que las cosas difíciles se realicen con inteligencia y paciencia, sin que nos domine el desánimo. Pero también, hace que las cosas más simples se vean extraordinarias y bellas.
La humildad, de manera fácil y sin confundirla con el conformismo, nos hace disfrutar la vida, aún y, sobre todo, en las cosas cotidianas. En cambio, el soberbio necesita de muchas cosas externas para sentirse bien.