//MENSAJE DOMINICAL:// HE VENIDO A TRAER FUEGO
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
“He venido a traer fuego a la tierra ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo ¡y cómo me angustio mientras llega!” (Lc. 12, 49ss). El fuego divino es el amor de Dios que purifica y madura los granos de los campos. Purifica desde dentro la soberbia y todo lo que contamina al ser humano.
Cristo es el portador del fuego divino. Y viene para purificar nuestra visión de la vida y nuestro modo de entender y relacionarnos con Dios. El fuego que porta Cristo es fuego de amor, que alcanza su momento álgido en la Cruz, pues desde ahí revela la más alta fuerza purificadora. En la Cruz maduró la semilla de la vida nueva. Cristo, en efecto, en la Cruz no sólo nos muestra la contundencia del amor misericordioso de Dios, sino que también habla y actúa en nombre de la humanidad, al grado que allí, como nunca, nos muestra que no vino a juzgar al mundo, sino que Él aceptó ser juzgado como cabeza y representante de la humanidad. Por eso, de la Cruz nace la plena libertad del ser humano.
El fuego divino, manifestado en la Cruz, al hacernos enteramente libres, esclarece tanto los campos que Jesús se permite exigirnos una decisión definitiva: “¿piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división” (Lc. 12, 49ss). Es decir, llega el momento de definir: eres o no eres.
“No he venido a traer la paz, sino la guerra”. Hay una paz fundamentada sobre los intereses del mundo, que intenta sólo defender los egoísmos. ¡Tantas veces se firman acuerdos de paz para defender bienes parciales, movidos más por el miedo y la inseguridad! Acuerdos, comúnmente, manipulados por los más fuertes. En ese ámbito, siempre será difícil construir la verdadera paz, pues siempre está expuesta a la traición. Esa es la paz que no ha venido a traer Cristo.
Explicaba san Francisco de Sales: “El excesivo cuidado de nosotros mismos hace que nuestro espíritu pierda tranquilidad, y nos lleve a tener un humor raro y desigual. Así nos sucede que, en cuanto tenemos alguna contradicción, en cuanto nos damos cuenta de nuestra falta de mortificación, cuando caemos en algunos de nuestros defectos, por pequeños que sean, nos parece que todo se ha venido abajo” (Plática III, de la firmeza, 1, c). Desde esos niveles de vida, siempre será difícil tener paz en el corazón y generar paz en el encuentro con los demás. Por algo se nos exhorta en la carta a los hebreos: “dejemos todo lo que nos estorba” (12, 1).
Jesús no ha venido a traer esa paz, que a veces puede traducirse como complacencia en las circunstancias diferentes. La paz de Jesús no es circunstancial ni externa ni condicionada, sino la búsqueda del bien verdadero. Es el compromiso firme de trabajar para que todos estén bien. Y, además, siempre bajo la firme ilusión de un día ser plenos en el Reino de los cielos.
De ahí la división, porque la propuesta de Cristo no se condiciona ante intereses circunstanciales. Por eso, a su propuesta de paz le antecede un fuego purificador. Su paz, a diferencia del mundo, nace de los corazones convencidos del amor divino y del amor al prójimo.
En el proyecto de Cristo no cabe el indiferente, el tibio, el que no razona, el que no emprende, el que no se compromete y no construye; por eso dice que vino a traer la división, pues su propuesta no es apta para el que piensa de modo egoísta o mediocre.
No busquemos a Dios para que nos resuelva nuestros pequeños intereses, sino para que nos empuje a renovar nuestra vida, a entender, a comprometernos; lo demás vendrá por añadidura.