
//MENSAJE DOMINICAL:// La buena oración tiene sus exigencias
*XXX domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
“En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás” (Lc. 18, 13). ¡Qué introducción tan fuerte tiene hoy el evangelio! Unos se tenían por justos y despreciaban a los demás. Esto es definido por el Papa Francisco como “mundanidad espiritual”, donde, detrás de la apariencia religiosa e, incluso, de amor a la humanidad, se esconde una búsqueda de sí mismo; en lugar de la gloria a Dios, se busca la gloria humana y el bienestar personal (Cfr. E. G. 93).
Y dice la Parábola: “dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo erguido, oraba así en su interior: Dios mío te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros: tampoco soy como ese publicano… El publicano en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador” (Lc. 18, 9-14).
La oración es algo fundamental para la vida. Pero no basta orar, sino saber orar. No se trata de qué fórmulas son las más importantes, pues la eficacia de la oración está, especialmente, en las actitudes y en la manera como la orientamos. El fariseo ora creyéndose y diciéndose justo, da gracias a Dios no por lo recibido, sino por los méritos propios. Hay quienes reclaman a Dios argumentando que por qué a ellos les pasa tal o cual cosa, si siempre oran y hacen las cosas bien.
El fariseo se cree justo, pero él mismo pone la medida de la justicia: no es ladrón ni injusto ni adúltero, ayuda y paga el diezmo, pero no se le ocurrió hablar, por ejemplo, del amor al prójimo. Y lo más grave, dice el Padre Cantalamessa, en su oración, Dios aparece como un deudor y él como un acreedor, por eso, se presenta para recibir lo merecido.
El publicano, en cambio, se siente indigno, por eso se queda lejos. No se atreve, ni siquiera a levantar la cabeza. “Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”. Es una actitud de dolor y humildad. Se golpea el pecho, el corazón, pues es ahí donde se fragua el pecado, pero también donde empieza el regreso a Dios, donde, luego, va sanando la gracia divina. Nos sugiere esa oración y actitud que le facilita a Dios transformarnos desde lo más profundo: “Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”.
Dice Jesús: “éste bajó a su casa justificado y el otro no”. Pues, nuestros méritos como para qué nos pueden alcanzar, si, comúnmente, son muchas más nuestras deudas. En cambio, como dice el salmo: “al corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Ps. 51). El publicano encontró la gracia, la mirada amorosa de Dios y le llegó la paz al corazón.
Hagamos oración, pero que sea con las actitudes y modos propios del verdadero creyente, abiertos a las consecuencias que Dios desea suscitar en nosotros, más que en lo que nosotros quisiéramos que sucediera con nuestra pobre oración. El fariseo fue a hacer oración y es muy posible que lo hacía continuamente, mucho más que el publicano. Pero en la misma oración se buscaba a sí mismo y hasta le alcanzaba para despreciar a los demás. ¡Qué triste que hasta allí puede llegar tantas veces la soberbia! Hasta en la oración y el culto, terminan “amando lo que creen que son” (S. Tomás de Aquino, S. T.).
Señala el Papa Francisco: “En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia” (E. G. 95).
El libro del Eclesiástico nos resume las disposiciones de Dios ante el orante: no tiene acepción de personas ni se deja impresionar por apariencias (Ecclo. 35, 15), si tomara alguna posición previa sería en favor del más débil (v. 16), siempre escucha al que sufre alguna opresión (v. 16). Por eso, “la oración del humilde atraviesa las nubes” (21).
