//MENSAJE DOMINICAL:// La muerte corporal no es un mal absoluto

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*XIII domingo del tiempo ordinario


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

“Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes” (Sab. 1, 13). La vida cristiana no puede centrarse, prioritariamente, en una lucha contra el pecado, ni en una huida de la muerte, sino en descubrir y amar al Dios que da vida.
La Sagrada Escritura abre con la génesis de todo y en esa génesis, aparece Dios dando vida, organizando todo un sistema universal, con el fin de que hombre tenga vida. Ahí, en ningún momento aparece el mínimo gesto de Dios indicando el problema de las enfermedades o insinuado la muerte. Por eso, dice el libro de la sabiduría: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes” (Sab. 1, 13).
Cada cosa, desde su naturaleza, tiene la tarea de cooperar al plan de vida querido por Dios. Fue, más bien, que “por envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sab. 2, 23).
Sí, por el diablo y por el pecado entró la muerte en el mundo. Sin embargo, ni así, la muerte fue algo absoluto, algo determinante en la vida del ser humano. “Las criaturas son saludables, no hay en ellas veneno mortal”. No hay un dominio definitivo del mal sobre los seres creados. El mal nos limita, nos perturba, nos hace equivocarnos, pero al final siempre Dios nos permite retomar su proyecto de vida.
La fe nos muestra, de un modo y otro, las ventajas de dejarnos ayudar por el Dios de la vida, de modo que la influencia del mal, del maligno, no nos determinen. Desde el origen estamos destinados a vivir: “Dios creó al hombre para que nunca muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo” (Sab. 2, 23). Y Cristo nos facilita y nos acompaña hacia la plenitud de la vida. Si murió, fue para rescatarnos de los signos y los estragos de la muerte, para mostrarnos que, efectivamente la muerte no tiene la última palabra.
Dios es fuente de vida, Él crea, da ser y genera existencia. Mientras que el demonio, a través del pecado, lastima desde el interior, provoca desorden, confusiones, malos sentimientos, debilidad, perturbación del pensamiento y todo lo que dificulta la vida buena. Por eso, desde que el demonio engendró el pecado, al ser humano se le ha dificultado vivir al nivel de lo que le pertenece por naturaleza.
Pero, por mucho que el pecado complique, nunca podrá borrar en el corazón humano el deseo de infinitud, de trascendencia, de eternidad, el cual sólo Dios puede satisfacer. El demonio propone llenarnos con cosas que caducan; más, es precisamente a partir de ahí de donde la fe toma un sentido definitivo, pues nos abre a los horizontes más altos, que nos llevan a vivir en una esperanza que lo sobrepasa todo, como ya lo ha mostrado Cristo.
En el evangelio de este domingo escuchamos “la curación de la hemorroísa, que había gastado todo su dinero en médicos y no había podido ser curada”, también nos presenta “la resurrección de la hija de Jairo”. ¿Qué significa esto? Que Cristo viene con el poder del Dios que da la vida; que el pecado y sus consecuencias son nada frente al poder divino; que Cristo viene para reintegrarnos a la vida plena, como Dios la había planeado desde los orígenes.
No nos atrevamos a hacer el camino sin Dios. Eso sería como suicidar la propia alma y, con el riesgo de suicidar el alma de más personas. Por ejemplo, un padre o madre de familia que viven lejos de Dios, no sólo corren el riesgo de suicidar su alma, sino también de llevar a los hijos al homicidio de la propia.
La muerte corporal no es un mal absoluto, porque tenemos a Dios, porque Cristo ya la venció; pero tampoco, entonces, es justo que nos aferremos a vivir sin Dios. En el fondo, es aferrarnos a la muerte. La muerte eterna solo la experimenta quien se cierra a la vida que Cristo mereció para nosotros.
Ojalá que el día que dejemos este mundo, gracias a la fe que nos une a Dios, podamos decir: ¡qué bueno que no estoy muerto, qué bueno que solo duermo como la hija de Jairo, para despertarme en tu presencia, Señor!

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