//MENSAJE DOMINICAL:// Los bienes materiales frente a los bienes espirituales
XXVIII Domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
“Supliqué y se me concedió la prudencia; invoqué y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación a ella, tuve en nada la riqueza. No se puede comparar con la piedra más preciosa, porque todo el oro, junto a ella, es un poco de arena y la plata es como lodo en su presencia” (Sab. 7, 7-10).
Como lo señala el libro de la Sabiduría, es infinita la diferencia entre los bienes materiales y los bienes espirituales. Unos nos dan con qué vivir, físicamente hablando, y los otros nos enseñan a vivir, para qué vivir. Como enseñaba Karol Wojtyla, un bien material lo puede poseer sólo una persona y cuando dos quieren apropiarse del mismo bien terminan en conflicto; mientras que los bienes espirituales los pueden poseer, al mismo tiempo, muchas personas y cuanto más se comparte ese bien más se crece en la posesión del mismo y más crecen las personas. Que dos personas sean muy prudentes o muy piadosas o muy puntuales, no genera ningún conflicto entre ellas. Que dos personas quieran ser dueñas absolutas de la misma silla, de la misma mesa, sí que crea problemas.
Comenta Aristóteles en su libro de ética que el poder y las riquezas, si no están bien ancladas en la virtud, que es el ejercicio de la sabiduría, dañan el propio ser y a los demás. Terminan dominando los afectos del hombre. Además, no olvidemos que el poder y la riqueza son incapaces de ahuyentar las preocupaciones y de evitar los aguijones del miedo.
En cambio, el virtuoso, al anclar su vida en la sabiduría, disfruta como nadie de los bienes materiales, sean pocos o muchos. Más aún, cuando la vida se “inspira en la justicia y en la solidaridad, constituye un factor de eficacia social para la misma economía” (Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, 332). Por eso, nos dice el libro de la sabiduría: “la preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación a ella, tuve en nada la riqueza” (Sab. 7, 7-10).
En la Antigüedad se tenía la idea de que quien tenía más riquezas era un predilecto de Dios, alguien a quien Dios más bendecía. Pero hoy el evangelio nos hace ver que las riquezas nos complican entender la verdadera sabiduría de la vida. Mientras Jesús camina hacia Jerusalén, le sale al paso un joven que le plantea algo fundamental: “¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” (Mc. 10, 17). Es un joven que ya conocía y observaba los mandamientos de Dios (cfr. Mc. 10, 18-20), por lo que, ahora Jesús se detiene y lo ve con amor, para invitarlo a dar un paso definitivo: “Solo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme”. (Mc. 10, 21). Pero, ante la propuesta de Jesús, aquel joven se fue entristecido (cfr. Mc. 10, 22).
A partir de ese hecho, Jesús deja en claro que las riquezas son un verdadero riesgo, por lo que advierte: “Hijitos, ¡qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!” (Mc. 10, 24). Las riquezas facilitan muchas expresiones de libertad y, de hecho, muchos, a partir de ellas, se sienten libres: pueden viajar, comprar, enfrentar una enfermedad, hacer hasta obras filantrópicas, etc. Las riquezas nos hacen sentir libres frente a las cosas, pero, en realidad, muchas veces complican la libertad interior, la que verdaderamente hace trascender al ser humano y le permite ser íntimo amigo de Dios.
Aquel joven tenía muchos bienes, pero no sabía cuál era el mayor de todos. Ahí es donde se esconde el riesgo silencioso de las riquezas y del poder. Posiblemente, de frente al contexto social, aquel joven aparecía como alguien educado, justo y apegado a las devociones y tradiciones del pueblo, incluso aspiraba a lo más alto, a la vida eterna. Pero hay un problema de fondo: a la hora de tomar decisiones, no aparece Dios como lo verdaderamente importante.
Qué necesario es que cuanto más nos bendiga Dios en las cosas materiales, más trabajemos la virtud, la riqueza interior, de lo contrario nuestro corazón se va adormeciendo. Cuantos más bienes materiales, más necesitamos hacernos amigos que nos ayuden a entrar un día en la gloria de Dios.
La belleza de la fe no nos limita en las cosas temporales, sólo nos permite dar orden a todo.
¡Señor, enséñanos a ver lo que es la vida!