//MENSAJE DOMINICAL:// No hay otro Dios

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*XXVIII domingo del tiempo ordinario


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

“Naamán, el general del ejército de Siria, que estaba leproso, se bañó siete veces en el Jordán, como le había dicho Eliseo, el hombre de Dios, y su carne quedó limpia como la de un niño” (2Re 5, 14-17). En el evangelio, sucede algo similar: diez leprosos fueron curados, entre los cuales, había un samaritano. Con Naamán y con el samaritano, suceden cosas parecidas: los dos son extranjeros y profesan una fe diferente al pueblo judío. Ambos al saberse curados regresaron agradecidos.
Aprovechamos la ocasión, para recordar que Dios no quiere la enfermedad para nadie. Ni la enfermedad ni el pecado ni la muerte eran parte del proyecto humano querido por Dios. A veces, sucede que una persona se enferma y decimos: “así es la voluntad de Dios y hay que aceptarla”. No, la voluntad de Dios no es que alguien se enferme.
Lo que sí es cierto es que Dios se vale también de la enfermedad para ayudarnos a descubrir tantas cosas buenas que a veces en el cotidiano de la vida hemos descuidado. De igual modo, la enfermedad nos permite brincar barreras impensadas, como sucede en el evangelio: entre los leprosos que piden a Jesús que los cure hay nueve judíos y un samaritano, y mientras entre ellos existía una enemistad radical, ahora el sufrimiento de la enfermedad los ha unido, los ha hermanado. Pero, lo más sobresaliente, la enfermedad es una oportunidad extraordinaria para reconocer al Dios único y verdadero.
La enfermedad hace que la persona necesariamente se detenga y se cuestione a sí misma sobre lo que ha sido su vida, de modo que pueda plantearse el significado de su existencia. Y, como es obvio, ¡la vida tiene un significado tan distinto cuando está Dios…!
Naamán, al verse curado, con profunda gratitud, decide llevar tierra para construir un altar al Dios verdadero y allí poder adorarlo. El samaritano, igual, al verse curado, regresó “alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias”. La gratitud expresa el corazón que vence los orgullos, que doblega el propio yo. “Gracias” es una palabra breve, como enseña San Agustín, pero genera tanta alegría, incluso en Dios.
Fuera de Dios, cuanto más se presume de tener todas las seguridades, en realidad es todo lo contrario; de hecho, hoy, cuantas más fortalezas materiales se construyen, se necesitan también más soldados para cuidarlas. Cuantos más bienes materiales se tiene, también menos alcanza el tiempo para la familia y para estar con Dios. Se necesita un esfuerzo extra para no perderse.
El filósofo alemán F. Nietzsche se reía de Feuerbach, Carl Marx y en general de los ateos del tiempo, de los cuales decía: ateos insensatos, hipócritas, han renunciado a Dios para construirse otros dioses. Nietzsche, también ateo, por su parte, proponía otro tipo de ateísmo: renunciar absolutamente a Dios y a cualquier otra referencia. Decía: que la referencia sea el hombre mismo. Proponía crear un superhombre, lleno de poder, capaz de generar algo absolutamente nuevo, que domine todo. Pero, murió deprimido.
Efectivamente, se trata de dos grandes tentaciones del ser humano: construirse otros dioses o cada quien hacer de sí mismo el propio dios. Pero cuando llega la fragilidad, como sucede en la enfermedad, nos desnuda de fondo. Así, ¿dónde podemos encontrar sentido y proyección a la vida? Toda persona tiene hambre de plenitud, pero la máxima plenitud nadie se la puede dar a sí mismo.
En cambio, la gratitud frente a Dios, como lo muestran Naamán y el samaritano del evangelio, nos hace más humildes y nos permite derrumbar los muros que equivocadamente nos vamos construyendo en el andar de la vida.
¡Señor, no permitas que compliquemos indebidamente nuestra existencia! ¡Tú eres nuestra plenitud y nuestra verdadera garantía!

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