//MENSAJE DOMINICAL:// VER PARA CREER

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*Segundo domingo de pascua


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

Desde el año 2000, San Juan Pablo II dispuso que el segundo domingo de pascua se denominara “Domingo de la Divina Misericordia”. Cristo, en su paso histórico por este mundo, hizo palpable esa misericordia divina, por eso curó, calmó el hambre, sintió compasión, resucitó muertos, etc. Pero ahora, resucitado, imprime a la misericordia una dimensión de eternidad y de sanación interior continua. La Cruz de Cristo ya es, en sí misma, fuerza que transforma, provoca y cuestiona. Es la expresión más profunda de la victoria del amor. Pero, ahora, el Cristo glorioso, resucitado, desde su nueva condición, reafirma su proyecto misericordioso, lo cual queda expresado en las apariciones que nos presenta el evangelio de este domingo.
Primero, Cristo sana a los apóstoles de sus miedos, sus dudas y de todo sentimiento que habían provocado en ellos la crucifixión y el acoso de los judíos. Dice el evangelio: “Estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos”. Es ahí donde aparece Jesús para decirles: “La paz esté con ustedes… Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor Jesús” (Jn. 20,19-20). Su obra no puede seguir adelante si no transforma el corazón de los suyos.
Pero, igual, presenta su misericordia como tarea continua. Por eso, después les dice: “Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar” (Jn. 20, 21-23). Al respecto, señala el concilio de Trento: “por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres de la Iglesia entendió siempre que les fue comunicado a los apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados para reconciliar a los fieles caídos en el pecado después del bautismo (De Paenitentia, Cap. 1).
Pero el rostro de la misericordia divina toma un matiz muy especial en el apóstol Tomás. Dice el evangelio que cuando se presentó Jesús, el día de la resurrección, no estaba Tomás y al platicarle que habían visto al Señor, él, de inmediato muestra su incredulidad. Necesita la prueba física de las llagas en las manos y en los pies, así como del costado abierto para poder creer. Explica el Padre Cantalamessa: aquí “el Evangelio viene al encuentro del lector moderno, al hombre de la era tecnológica, que no cree si no es en lo que puede comprobar”. Recoge a aquellas personas buenas que están dispuestas, incluso, a sacrificar su vida por cosas importantes como puede ser una investigación científica, defender la patria en una guerra, desgastarse por su familia, etc… pero “les cuesta trabajo dejarse llevar a la alegría de creer”.
Comenta el mismo Padre Cantalamessa, que lo que salvó a Tomás fue el sufrimiento que le provocaba el no creer. Había prometido ir a morir con su maestro y no sucedió, lo cual le dolía en lo más profundo de su ser. En el fondo, sufría por no poder creer. Pues, después de tantas experiencias vividas con su maestro, tampoco podría albergar en su corazón la idea de que todo quedaría en una tumba, sin trascendencia más allá.
Pero hasta a esas situaciones existenciales llega la misericordia de Dios mostrada en Jesús. Tú necesitas tocar, pues ven y toca. Mete tus dedos en mis llagas y mete tu mano en mi costado y no sigas dudando. En realidad, Tomás no tenía necesidad de esas pruebas. Más aún, nos preguntamos ¿por qué esperar el sufrimiento para poder creer o, al menos, cuestionar con más sentido a Dios?
¡Qué duro cuando las vicisitudes de la vida nos desnudan existencialmente y nos hacen ver que no somos tan capaces como a veces imaginamos; cuando las pérdidas humanas y materiales nos hacen ver que necesitamos de referentes más altos que los que la sola demostración sensible nos ofrece! De ahí la respuesta de Tomás: “Señor mío y Dios mío”.
Cristo, con su resurrección, nos deja en claro que la misericordia divina no es una simple respuesta a las necesidades temporales, sino la respuesta a las necesidades más altas: la necesidad humana de eternidad, de trascendencia, de libertad y seguridad interior. A eso nunca podrá llegar el simple poder humano.

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