
Palo dado, ni Dios lo quita
Por Velia María Hontoria
¿Cuánto daño puede causar un comentario lanzado al aire? Son los chismes —ese veneno disfrazado de ocurrencia— los que hieren, desbaratan y alimentan egos podridos. Cuesta trabajo —definitivamente— asumir la parte que nos toca en la bronca… y en el trasfondo. Preferimos victimizarnos o hacer novela. Yo misma me he observado, me he escuchado entrando a la barandilla del ventaneando —ese pasillo del chisme disfrazado de broma—, y eso, definitivamente, no me enorgullece. Aunque encuentre consuelo en eso del hacerlo consciente, para avanzar.
Entonces me pregunto:
¿Fue “el otro” quién me hizo daño… o fui yo, con mi falta de reflexión?
¿Es inflexión señalar el error? ¿O es solo otro disfraz para no mirar el nuestro? Hace semanas, observo cómo ciertos comunicadores —seudo prestigiosos— se prestan a darle micrófono a quienes vomitan nombres de empresas, personas y fundadores… solo porque la vida les dio cuerdas vocales. Independientemente de ignorar o reclamar, el daño ya está hecho.
La frase, el rumor, ya quedó prendido en alguien que no escuchó completo, o en quien prefirió quedarse con “la impresión” sin investigar. Mientras eso ocurre, instituciones antes respetadas se derrumban, arrastradas al fango de una guerra sin cuartel. Y, los espectadores, felices, aplauden como si estuvieran viendo una telenovela de media tarde. En días pasados, en Estados Unidos, fueron destruidas tres instituciones bancarias mexicanas. ¿Son culpables? Vayaustéasaber. Como todos, tendrán derecho a pruebas y réplica. Pero lo grave está en una pregunta: ¿Y quién paga?
Mirarás a miles de trabajadores. Familias enteras que pierden su empleo por una reputación manchada… no por sus actos, sino por los de otros. Bien dicen: se necesita una vida para construir un buen nombre, y un segundo para destruirlo. Pero… ¿qué pasa cuando no son tus actos, sino la malicia de otros, los que lo destruyen? ¿De verdad creemos que la libertad de expresión es sinónimo de impunidad? El 24 de este mes escribí en redes:
¿Y si un chisme sobre ti se hiciera viral… sobre tu empresa, tu familia, tu historia? ¿Lo seguirías viendo como “libertad de expresión”?
Solo una persona respondió.
Entonces me cuestioné: ¿Nos importa de verdad? Entendí que no. ¡nos vale piñón¡. Quizá reaccionaremos el día que se mencione el nombre de nuestra familia, o estemos tirados entre los escombros de una nota infame.
¿Qué necesita la gente para reaccionar?
¿Somos tibios?
¿Gallitos de papel?
¿Buenos para chismorrear… pero malos para defender?
Estamos frente a una pandemia silenciosa: la de la lengua larga y el juicio fácil.
Desde aquellos colaboradores y empleados que gozan del pleito carroñero, hasta del “amigo” que desliza una confidencia y le agrega color.
Ese simpático influencer que se cree juez supremo con base en likes, hasta los que tiran bazofia nomás para engordar su ego.
Los que señalan sin saber. Los que repiten sin pensar.
Destruir personas.
Destruir una empresa —una institución— es sencillo.
Solo basta una mentira bien vestida.
Pero detrás de ese nombre, hay cientos, miles de personas que no decidieron, que no supieron, que solo trabajaban. Que hoy estarán en la calle.
¿Dónde quedó la prudencia? ¿La ética? ¿La decencia elemental de no hablar de lo que no se conoce? A los comunicadores, a los empleados, a los ciudadanos: Pongámonos el saco.
Y, si aprieta… tal vez es hora de cambiar de talla.
Esto no se trata de defender a los poderosos —que ya tendrán sus formas para blindarse o taparse entre ellos— Se trata de impedir que la estupidez colectiva, esa sí viral, se lleve entre las patas a los inocentes.
Que arda Troya. Pero que arda con razón. O ¿seguimos en el chismorreo?