Ramos de Yamaboshi

Ramos de Yamaboshi

Por Velia María Hontoria Álvarez

Al terminar mayo, mi alma se inclina ante quienes, con voz firme o susurro constante, sembraron criterio, curiosidad y horizonte: los maestros.
Ellos, los que llegan antes que nadie, que ven a nuestros hijos más que nosotros mismos, que detectan una tristeza callada o un talento en germen.
Los que enseñan sin aplausos ni promesas de gloria, pero con el corazón encendido.
Hace unos días, cerca de los yamaboshi —árboles que florecen con discreción y evocan pureza y paciencia— caminaba un grupo de adolescentes, estudiantes de una escuela pública, acompañados por su maestro.
Él les explicaba, con calma, la historia del santuario y su arquitectura; hablaban de los arcos de bambú, de las flechas que, a lo largo del corredor, se disparaban para hacer más hábiles y certeros a los arqueros.
Resaltaba la simbología del bambú: duro, pero flexible; capaz de doblarse sin romperse. “Solo así —decía— puede conducir una flecha con precisión hacia su blanco”.
Los jóvenes escuchaban atentos. Desde mi cercanía con Koshi, el traductor, comprendí algo más que palabras: capté la admiración silenciosa, la confianza nacida del vínculo real entre quien enseña y quien aprende.
Los rostros hablaban. Los ojos brillaban.
El maestro no imponía. Inspiraba.
Esa es la pedagogía del ejemplo: la autoridad que nace de la coherencia.
Pensé en nuestras aulas: el bullicio, el desdén, la permisividad excesiva.
En México, el respeto al maestro se ha erosionado.
Se les ha dejado solos. Se les paga poco, se les capacita mal y se les responsabiliza sin argumento, enfrentando programas improvisados y contextos violentos.
Aulas donde las balas suenan más fuerte que la campana.
Se les coloca en un sistema que consiente más de lo que forma.
Sí, hay quienes han perdido la investidura, pero no confundamos la excepción con la regla.
La mayoría resiste. Y en esa resistencia construyeron lo que somos.
Hemos educado a una generación para cuestionar al maestro antes que escucharlo, para exigir antes que agradecer. Eso también se aprende, eso se deja de enseñar.
México arrastra un rezago educativo profundo: más de diez millones de estudiantes lo padecen. Tras la pandemia, 600 mil niños y niñas abandonaron la escuela.
En estados como Guerrero, Michoacán o Guanajuato, enseñar cuesta la vida.
Y mientras tanto, el presupuesto se reduce.
Este sexenio destinó apenas el 2.8% del PIB a la educación, cuando en 2015 era del 3.4%.
Se eligen los slogans. Los montajes. La pedagogía de la evasiva.
Pero sin educación no hay pensamiento crítico.
No hay país.
Educar es un acto revolucionario, pero no de discurso: de todos los días.
Y esa revolución no se hace desde el micrófono, sino desde el aula.
Desde el cuaderno rayado. Desde la tiza en el pizarrón.
Un país que no respeta a sus maestros es un país sin brújula.
Un país sin posibilidad.
Ver a esos adolescentes japoneses fue una lección en sí misma.
Niños con capacidades diferentes caminaban en fila, sin dramatismo, sin sobreprotección. Con dignidad.
Eso no es suerte. Es educación. Es sociedad que cuida.
Son cifras, sí. Pero detrás de cada número hay un niño que dejó de leer.
Una maestra que cerró su aula con tristeza.
Una vocación que se desgasta en el olvido.
En esta época de velocidad, de olvidos rápidos y gratitudes superficiales, recordar a quien nos enseñó a leer, a pensar, a dudar… es un acto de justicia.
Nosotros fuimos una flecha.
Y alguien nos apuntó hacia el blanco.
Gracias a esos maestros que siguen sembrando, aunque no vean la cosecha.
Que creen en el poder de una palabra justa, bien dicha, bien puesta.
Este texto huele a incienso, a cuaderno viejo, a gratitud.
Mayo huele a ustedes.
Al timbre del recreo, a la voz que nos enseñó a leer.
A flores eternas, en mi corazón viven e inolvidables permanecen.

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