//REFLEXIÓN DOMINICAL:// Misterio de amor

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*VI domingo de pascua


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

“Si me aman, cumplirán mis mandamientos… al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él” (Jn. 14, 15-21). Cristo tiene una misión muy precisa: revelar la plenitud del amor divino. Vino para que el amor divino fuera visible, palpable para todos. Además, nos ha mostrado que el amor es el único camino digno para el ser humano.
San Juan Pablo II nos hacía pensar en la dificultad y el olvido del amor divino en la cultura presente: “La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios del amor y tiende además a orillar la vida y a arrancar del corazón humano la idea misma del amor misericordioso de Dios” (Dives in misericordia, 2). Pero la iglesia, con la ayuda de cada uno de sus hijos, tiene esa encomienda, la más sagrada: anunciar y hacer llegar a la mente y al corazón de toda persona la grandeza y el encanto del amor divino.
La Sagrada Escritura, en el Antiguo Testamento, bajo una pedagogía muy sutil, paso a paso, encausó al pueblo hacia el entendimiento, la fe y el amor al Dios verdadero. Proceso que se vuelve contundente y significativo en Deuteronomio: “Escucha Israel: El Señor nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras” (6, 4-6).
El Dios del Deuteronomio no es como lo piensan otros pueblos, pues tales pueblos ponían su confianza en dioses inciertos, lejanos, que no hablaban, ni amaban a los suyos. En definitiva, son dioses que no existen. De los mitos y el culto en torno a dioses así, comenta Benedicto XVI, en realidad no brotaba ninguna esperanza, por lo que al final quedaban sin Dios (cfr. Salvados en la Esperanza n. 2).
El Dios de la Sagrada Escritura, tampoco es el Dios de los filósofos. Aristóteles, en la cumbre del pensamiento griego, presenta a Dios como la explicación última de todo cuanto existe, frente al cual, el hombre, en su inquietud de felicidad, desea contemplar y amar. Pero ese Dios, vislumbrado desde la razón, no alcanza a ser palpado en el corazón humano, ni nos regala los principios de sabiduría necesaria para vivir.
Ahora, lo iniciado en el Antiguo Testamento, llega a su plenitud en Cristo. Él viene no sólo para revelarnos el rostro del amor divino, sino, también, y ante todo, para, a través del amor, permitirnos entrar en el misterio mismo de Dios. El hombre puede entrar y participar del misterio de Dios: “En aquel día entenderán que yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes” (Jn. 14, 15-21).
Con estas palabras Cristo sintetiza la grandeza y el fin definitivo de la fe. El proyecto del Reino y el camino del amor, trazado también por Él, apuntan a la comunión definitiva: “Yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes”. Cristo vino a hacer los méritos suficientes para que nosotros entremos en la intimidad de Dios y Él se haga parte de nuestro ser.
Desde luego que estas verdades tienen el riesgo de verse de manera muy romántica y sentimental, por lo que podrían traducirse como un confort definitivo de la fe. Pero, no es así, pues implican encarnar la fe en nuestra vida, en el trabajo, el estudio, la convivencia y en el encuentro con los demás. Es asumir un modo de vida, una mística, es llegar a las convicciones y principios verdaderamente esenciales de la vida. Es tomar como tarea de vida unos valores que deben ser definitivos, los cuales explica el mismo Jesús: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos… El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama” (Jn. 14, 15-21).
Como dice el Papa Francisco “no podemos correr el riesgo de oponernos a la plena libertad del amor con el cual Dios entra en la vida de cada persona” (Misericordia et misera, 2).

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