
Sabores sin secreto
Por Velia María Áurea Hontoria Álvarez
¿Trabajar es una condena o una fiesta? ¿Un peso que sofoca o un camino que engrandece? La diferencia, sospecho, está en dos palabras sencillas: amor y alegría. Ellas trazan la frontera entre una rutina que asfixia y una labor que da sentido.
Claro, hay días en que el cansancio muerde y los gestos mínimos se vuelven grotescos. Entonces, cualquier detalle enciende el enfado. Pero hay recursos a usar, algunos aconsejan respirar y buscar buena música. Otros prefieren el silencio que no espesa, sino que limpia. Porque estar de buenas no es casualidad, dice French: es un acto de voluntad cotidiana.
Eso es lo que me recuerda, una y otra vez, La Bussola, ese restaurante al que regreso desde hace tantos años. Ahí confirmo que la convivencia familiar y laboral no tiene por qué ser un campo de batalla, mucho menos una lucha de poderes. Trabajar juntos puede ser, al mismo tiempo, un modo de ensanchar el corazón y de robustecer el patrimonio.
Genaro, con más canas pero la misma sonrisa gigante, abre la puerta como quien abre su propia casa. La pulcritud del lugar habla de respeto. La cocina no se esconde: se abre generosa. Las Marías sazonan como quien guarda un secreto y celebra al mismo tiempo una fiesta de baile y sabores. Vito, atento, traduce miradas y anticipa necesidades. Y Grazia, con sus ojos luminosos, enseña sin palabras que servir donando es otra forma de estar con un cuidado incondicional, el que todos necesitamos, tarde o temprano.
Al verlos, inevitablemente pienso en mi propio camino. En esa decisión de trabajar al lado del amor de mis días para estar cerquita. Porque la dificultad no está en estar juntos, sino en aprender a hacer familia todos los días: honrar criterios distintos, reconocer talentos, respetar diferencias. Al caer la noche no basta compartir un apellido ni una nómina: hay que construir confianza, valores, pertenencia.
En una empresa familiar, el objetivo no es sólo generar ingresos, sino fundar herencia viva. Una herencia que no se mide en balances, sino en la certeza de que trabajamos juntos porque creemos en algo más grande que nosotros mismos. Una manera de enseñar disciplina con alegría, firmeza con respeto. Eso es lo que se hereda: un estilo de vida que atraviesa paredes, cazuelas o máquinas, y que invita a dar lo mejor de uno cada día.
Y, como en toda buena cocina, también en la empresa hace falta una receta clara, se debe profesionalizar la gestión, establecer reglas escritas, separar la emoción del juicio y planear con orden. La confianza se nutre de certezas, no de improvisaciones. Así, las nuevas generaciones encuentran una plataforma sólida para sumarse, los colaboradores pueden crecer sin temor y la inversión se convierte en esperanza tangible. La innovación es el condimento que mantiene vivo el proyecto, pero sin olvidar nunca la esencia que lo distingue.
Cuando me siento a disfrutar la comida de La Bussola, confirmo que el trabajo en familia es un acto de amor, un ejercicio de esperanza. La alegría compartida —con bromas, silencios que no incomodan, gestos de ternura— son ingredientes que hace que la obra perdure. Porque la empresa familiar es ese lugar donde la mano que se extiende no muerde, sostiene; donde la mirada no juzga, ilumina; donde el abrazo no aprieta, cobija. El verdadero patrimonio no está en la caja registradora ni en los balances: está en la alegría de sabernos juntos, haciendo familia, sumando amores día tras día. Es la tribu que nos resguarda.