//MENSAJE DOMINICAL:// LA MISERICORDIA, REACCIÓN TÍPICA DE DIOS
*XXIV domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
La palabra de Dios, de este domingo, nos reafirma algo fundamental: Dios siempre reacciona amando, mostrando su misericordia. Mientras los seres humanos, ante las ofensas, en lo común, nos encendemos y mostramos molestia, en Dios sucede todo lo contrario.
Moisés subió al Sinaí para recibir el documento de la Alianza que Dios quiere establecer con su pueblo. Se trata de los diez mandamientos. Como Moisés tardaba, el pueblo construyó un becerro de oro para adorarlo. Dios pareciera que está dispuesto a destruirlos, pero después de la intercesión de Moisés, el Señor perdona a su pueblo (Cfr. Ex. 32, 7-11. 13-14).
En la segunda lectura, San Pablo se presenta como testigo vivo y contundente de la infinita misericordia de Dios. “… primero fui blasfemo y perseguí a la Iglesia con violencia; pero Dios tuvo misericordia de mí” (1 Tim. 1, 12-17).
Cristo hoy nos habla en el evangelio y con tres parábolas nos ofrece una radiografía del corazón del Padre. Y lo único que encontramos en ese corazón es misericordia (Lc. 15, 1-32). En toda la Sagrada Escritura vibra la ternura del corazón de Dios, pero el Nuevo Testamento no es más que misericordia. Dios siempre nos ama y mientras que, desde la lógica humana, se puede pensar que cuanto más pecamos Él nos quiere menos, pues resulta que cuando nuestros actos son más contrarios al plan del amor divino, la misericordia de Dios se vuelve más intensa. Podemos decir: toda miseria humana, en automático, provoca como reacción la misericordia infinita de Dios.
La misericordia es la esencia de la obra de Jesús, lo cual choca con los esquemas tradicionales de la fe y, por tanto, con la manera de concebir y tratar a Dios. Los escribas y fariseos se escandalizan porque Jesús come con publicanos y pecadores (Lc. 15, 1). De ahí que Jesús les expone algunas parábolas, entre las que resalta la del hijo pródigo. Esta parábola empieza con el hijo menor que pide la herencia a su padre y se va a tierras lejanas, donde llevará una vida disoluta (Lc. 15, 12-13). Rompe con su padre y con todo lo que significa tener un hogar. La misma parábola, en la parte final, presenta al hijo mayor que se enoja por el regreso de su hermano, sustentando un derecho y una relación en el hecho de nunca haber desobedecido una sola regla: “hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos” (Lc. 15, 29). La vida implica reglas, pero la esencia y el sentido de la vida no está en las reglas, sino en una sabiduría, en una mística, en el espíritu que penetra lo más profundo del ser.
Cristo nos propone un Dios que para salvar, rescatar, engrandecer y dignificar se propone tocar lo íntimo de nuestro ser. Por eso, el regreso del hijo menor parte del hecho de entrar en lo íntimo, como lugar donde nos reencontramos con Dios: “Se puso a reflexionar”, es decir, entró dentro de sí. “Y dijo: cuántos trabajadores en casa de mi Padre tienen pan de sobra” (Lc. 15, 17), así, reconoció lo más grande y más sagrado: que tenía un Padre. Entre todas sus equivocaciones, de lo profundo de su ser resurgió el recuerdo de un Padre que lo amaba. Es el Padre que, desde lo más íntimo, nos hace ponernos en camino y volver a la vida: “Enseguida se puso en camino hacia la casa de su Padre” (Lc. 15, 20). Ahí radica la belleza y la fuerza de la fe, el amor de un padre que nos hace levantarnos cada día y ponernos en el camino.
Creemos en un Padre que no nos quiere desprotegidos y por eso nos pone la túnica; que nos dignifica, poniéndonos el anillo; que no nos ve como esclavos y por eso nos pone las sandalias; que se alegra cuando reconocemos su amor misericordioso y por eso hace una fiesta (Lc. 15, 22-24).
¡Señor, que lo único que mueva mi vida sea tu amor, fuera de Él nada más quiero y nada más deseo!