Eucaristía, para que el otro sea
*Jueves Santo
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
San Pablo nos presenta los dos grandes dones que celebramos el día de hoy (1 Cor. 11, 23- 20). Primero, Jesús quiso quedarse con nosotros de modo sacramental en las especies Eucarísticas. Por eso, un día antes de su crucifixión, estando a la mesa, Jesús “tomó pan en sus manos y pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes… Lo mismo hizo con el cáliz después de cenar, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza que se sella con mi sangre”. Desde entonces, como escribía San Juan Pablo II, “tenemos con nosotros el pan de los peregrinos, el sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, que se nos ofrece como fuente inagotable, para sacar de ella fuerza, serenidad y confianza en cada momento de la existencia” (Homilía, Roma, 11-II-1981). Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y sustancial, pues por ella, ciertamente, se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro (cfr. Pablo VI, Mysterium Fidei).
Hay algo muy especial que, tal vez, poco consideramos: instituyó la Eucaristía, precisamente, un día antes de su muerte en la Cruz. Fue así porque las cosas que dicen y hacen los amigos al separase para siempre se graban más en la memoria, principalmente porque entonces se inflama más el amor a los amigos; y las cosas que más impresionan se graban más profundamente en el alma (Santo Tomás de Aquino, De humanitate Christi).
Así, “el Salvador, a fin de recomendar más intensamente la grandeza de aquel misterio, quiso fijarlo en los corazones y en la memoria de los discípulos, de los cuales había de separarse por la Pasión” (San Agustín).
Pero Jesús no sólo instituye la Eucaristía, sino que también asegura su presencia continua, instituyendo a los ministros que renueven esta presencia sacramental. De ahí que, después del pan eucarístico, ordena a sus apóstoles: “Hagan esto en memoria mía”. Del mismo modo, después del Cáliz les dice: “Hagan esto en memoria mía siempre que beban de él”. Dicho mandato encierra una doble dimensión: por una parte, la presencia sacramental. Pero, también, las implicaciones y exigencias que se desprenden dicho misterio, el cual queda totalmente explicado en el evangelio de San Juan: Jesús, “se levantó de la mesa, y tomando una toalla, se la ciñó; luego echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. Cuando llegó a Simón Pedro, este le dijo: Señor, ¿me vas a lavar tú a mí los pies? Jesús le replicó: lo que estoy haciendo tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde. Pedro le dijo: Tú no me lavarás los pies jamás. Jesús le contestó: Si no te lavo no tendrás parte conmigo”. Cuando acabó de lavarles los pies, volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien porque lo soy. Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan”.
Participar de la presencia viva de Cristo en la Eucaristía es renovar la capacidad para vivir los signos más profundos de su amor. Es asumir, dicho amor, como estilo de vida. Dice el Evangelio: “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Sin ese amor profundo, vivido en los actos de servicio más humildes, vaciamos de significado y contenido el sacramento de la Eucaristía.
No nos equivoquemos haciendo menos el don divino de la presencia de Jesús en la Eucaristía; pero igual, no reduzcamos su presencia real en un rito más. Abrámonos a la grandeza de su amor y hagamos de tal amor un estilo de vida, como lo pide el Papa Francisco (Cfr. El rostro de la misericordia).
Hoy, renovemos nuestra fe en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, presentes en el Pan y el Vino. Es el mismo cuerpo que fue inmolado en la cruz y es la misma sangre que derramó para sellar el pacto de la nueva alianza entre Dios y los hombres. Pero igual, renovemos el compromiso de amar hasta el extremo. Estamos en tiempos difíciles, pero también es oportuno desgastar nuestra vida procurando el bien a los demás, ayudando a que el otro sea. Reafirmemos nuestra fe, reafirmando al otro, especialmente al más lastimado en estos tiempos de dolor y de tantas heridas.