¿Dónde estás?
Por Velia María Hontoria Álvarez
El tiempo, cura heridas más resalta las experiencias, y entre ellas, las ausencias se tornan especialmente dolorosas. Después de tantos años, la memoria del corazón conserva el pavor, la angustia y terror que vivía cuando uno de mis hijos desaparecía, aunque fuera por unos minutos. Recuerdo estar en un hotel, tendida en un catre, leyendo, mientras él jugaba cerca del chapoteadero con sus carritos. Levantaba la vista constantemente para asegurarme de que todo estaba bien, vigilando. Aunque sabía nadar, era pequeño, y por eso mi mirada lo envolvía en protección.
De repente, todo se derrumbó. En un parpadeo, mi hijo desapareció. No hizo ruido, no dejó rastro alguno. Al principio, pensé que simplemente se había alejado un poco. Mis pasos se dirigieron a buscarlo, desde sus hábitos, acompañada de ese instinto de loba que sabe lo que busca. Pero a medida que pasaban los minutos, la preocupación se transformó. El tiempo se dilataba; cada llamada sin respuesta tronaba en eternidad. Comencé a contar los segundos, como si la precisión de la hora pudiera darme alguna pista. Recibí apoyo inmediato, aun así, una densa niebla me oprimía el pecho. La calma se resquebrajaba, la posibilidad del “y, sí” quemaba.
Después de veinte eternos minutos, su hermano lo encontró. Estaba en un rincón apartado, donde era difícil verlo. La alegría de hallarlo fue inmensa, pero la huella del miedo a perderlos quedó tatuada, por eso te pienso tanto, Yamile. Y al pensarte, todo mi ser reza para que encuentres a tu amado Luis, para que su ángel lo acompañe, para que en la tibieza de tus brazos se recupere este angustioso grito de ¿Dónde estás? Leo tus mensajes y siento en cada palabra tu dolor. Por eso entre todos, estamos tejiendo una red, para que el eco de tu llamado cimbre la tierra, retiemble en los océanos e ilumine el cielo, señalando su paradero.
Las “escondidas” ya no son un simple juego de niños; se han convertido en una constante en un mundo donde las autoridades, sordas, ciegas y mudas, permanecen indiferentes. Niños, niñas, jóvenes y adultos desaparecen sin dejar rastro. ¿A dónde van? ¿Dónde están? ¿Quién los lleva? Todavía hace una década las alertas venían de tierras lejanas, nombres que no eran nuestros. Aunque su poder nunca perdió vigencia, la distancia nos daba algo de serenidad, podíamos pensar que esas pesadillas nunca llegarían a nuestra puerta. Pero esa población crece sin cesar, con rostros conocidos, miradas que has cruzado. Por eso, este inquietante ¿Dónde estás? transforma la búsqueda de una familia en una búsqueda colectiva.
La desaparición de una persona no tiene color ni rango, no son estadísticas menos “hechos aislados” es ALERTA nacional, las autoridades deben actuar con la urgencia que el caso requiere, es su obligación, es deber que implícito está en su servicio y vocación, nos deben respuestas. La indiferencia y el miedo solo perpetúan el sufrimiento de quienes esperan, desesperan y sufren. Sigamos unidos en la denuncia, en la búsqueda, en la acción. La desaparición de alguien debe ser clamor universal pues es herida colectiva que nos impulsa a exigir justicia, a reclamar el fin de la permisividad ante estas atrocidades. Una desaparición no es ficción, menos novela. Por eso nuestras letras, se suman para llamar ¿Dónde estás?
Sean estas palabras una voz que se alza, por quienes no pueden levantar la suya, abrigo para aquellos que en sus hogares, viven la ausencia de un ser querido, hoy, desaparecido.