
//MENSAJE DOMINICAL:// La humildad es la casa de las cosas buenas
*XXII domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
“Hijo mío en tus asuntos procede con humildad y te amarán más que al hombre dadivoso. Hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor, porque sólo Él es poderoso y sólo los humildes le dan gloria” (Sir. 3, 19). Esto que nos presenta el libro del Sirácide, Jesús le da continuidad en el evangelio: “el que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido” (Lc. 14).
Aunque el camino de la fe es la caridad, que hoy se anteponga la humildad, tiene un gran sentido, pues como decía San Agustín: “La humildad es la casa de la caridad”. En otras palabras, explica el mismo San Agustín: “no hay camino más excelente que el del amor, pero por él sólo pueden transitar los humildes” (Comentario sobre el salmo 141).
En realidad, basta un poco de sentido común para entender cómo la humildad abre las puertas para todo, en especial, nos coloca con facilidad frente a Dios y también ante los hombres. Por eso, es el fundamento de las demás virtudes, especialmente de la caridad, pues el hombre humilde es siempre servicial y se pone, efectivamente, a disposición de todos. Es más, como diría el Santo Cura de Ars, si nos falta la virtud de la humildad, de nada sirven las demás.
La humildad se convierte en algo esencial, pues esta virtud coloca el valor de la persona por encima de la fama, del poder, de los conocimientos y de cualquier otra circunstancia. Dice San Agustín: Si me preguntan qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, les responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad y lo tercero la humildad. Sin ella no hay vida interior” y todo queda en lo externo.
En cambio, dice el Señor: “No hay remedio para el hombre orgulloso” (Sir. 3, 30). Pues al corazón soberbio le estorba y enferma todo y, en consecuencia, se le dificulta el trato amable y sencillo con Dios y con las demás personas. Dice Santo Tomás: Todos los vicios nos alejan de Dios, pero solo uno nos opone a Él: la soberbia. Pero, ahí está el remedio: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad”. A partir de eso se ordena nuestra vida.
Cuando el esfuerzo de una persona se centra en ganar un lugar, los posibles logros se quedarán en eso, en un lugar o posiblemente en un título, en algo que no abona a la humanidad. Jesús, por eso, nos invita a ser humildes en las cosas cotidianas de la vida: “Cuando te inviten a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar principal… ocupa el último lugar, para que, cuando venga el que te invitó, te diga: Amigo, acércate a la cabecera. Entonces te verás honrado en presencia de todos los invitados” (Lc. 14, 7-11).
Que nuestras relaciones interpersonales: en la familia, en el trabajo, el apostolado, en un servicio público, en la convivencia y en toda nuestra vida no se contaminen de trivialidades y de pretensiones, como sucedió en la comida a la cual fue invitado Jesús por aquel fariseo (Cfr. Lc. 14, 1); esto devalúa nuestro ser. Pues, “el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Lc. 14, 11). En los corazones soberbios y llenos de frivolidades, aun las buenas acciones pierden su valor.
La humildad nos hace confiar enteramente en Dios y disponer, en modo máximo, de nuestros talentos; por eso, permite que las cosas difíciles se realicen con inteligencia y paciencia, sin que nos domine el desánimo. Pero, también, hace que las cosas más simples se vean extraordinarias y bellas.
La humildad, sin confundirla con el conformismo, nos hace disfrutar la vida, aún y, sobre todo, en las cosas sencillas. En cambio, el soberbio necesita de muchas cosas externas para sentirse bien.