Desde esta orilla

Desde esta orilla

Por Velia María Hontoria Álvarez

Bonito y mágico lunes.“Día cualquiera”, me dije.
Pero el cuerpo —más sabio que el calendario— hizo sonar su campana rota: es hoy.
Las rarezas invadieron mi cuerpo. Sin urgencia visible, pero con fuerza brutal, le pusieron freno de mano a mi vida. El “derrapón” fue mayúsculo. A media calle, en el suelo, sin cuerda ni voluntad para volver a ponerme en pie. Dolor paralizante, absurdo, ilógico. Mientras yo buscaba lógica al caos, Eugenio —sabio, amoroso— me miró y sentenció:
—No es broma. Es muy serio. Tienes que parar… Es más: ya te pararon.
Salí con la frente en alto, el bastón en la mano y los pies arrastrando, mientras el dolor intentaba doblegarme sin piedad. Vinieron los estudios. Los análisis. Y más dolor. Me arrastraba sin buscar porqué más Gritaba anhelante: para qué.
Mi cuerpo frenado, habló.
Mi espíritu respondía:
—No te vas a parar. Hoy no.
Rebelde e insolente le susurré al dolor:
—¡Ey! No quiero pelear. Más no escuchaba y mis pies igual.

Las piernas, flácidas, han olvidado su resorte. Olvidan a su flamante dueña.
“Ve a México”, sugirieron. Mis alas volaron.
Allá —o aquí—, los ojos de Edwin me sonrieron con complicidad. Me escucharon más allá del borlote emocional, de la sonrisa maquillada. Confirmó lo que Eugenio ya había diagnosticado, informal pero certero: Guillain-Barré.
No es perfume. No es amigo.
Es un síndrome horroroso. La voz paciente del Güero anticipaba:
—Vamos a llevarla con calma. Tenemos seguro. Con el folder en orden, iremos.
Yo asentía, justificando: “Nada grave… ya verás.”
Pero por dentro, quería gritarle al mundo que había un error. Que avisaran a vetúasaber que esa no era yo. Que fue tutú.
¿Cómo que no puedo trabajar? ¿Cómo que no haré lo que me toca? ¿En serio me estoy arrastrando? ¿De veras? Mmm… ¿cómo crees?
El espejo, implacable, me muestra una cara que, claro, conozco bien.
El martes 22 ingresé al Hospital Ángeles del Pedregal. Dos caminos: un antes… y un después.
No soy turista. A ratos, soy María. A veces, Áurea. O simplemente: paciente 513.
Entonces comenzó la tramitología absurda. Lo que se supone debía ayudar, se atoró entre correos burocráticos y la indolencia de quienes solo ven números.
Un señor —añoso, tibio o vayaustéasaber— de nombre C.P. Hugo Rosario Carmona, jefe de análisis de cuentas, detuvo el medicamento que debía haber llegado a las seis de la mañana. ¿Por qué? Vayaustéasaber.
Y yo, amarrada, esta vez Velia no está al frente, ni resolvedora. Solo estas mis negritas. Encerrada, involuntariamente, entendí algo que ya sospechaba: hay personas que destruyen el trabajo de decenas sin estudiar o reflexionar. ¿Es el hospital un fraude? Tal vez.
¿Entienden más de infraestructura que de humanidad? Puede ser.
Quizá solo se pierden en estadísticas que inflan números, donde buscamos dar al estado financiero la solidez del porcentajes celebrándola en dividendos. Olvidan que el verdadero negocio —la verdadera riqueza— está en el servicio, en la calidad humana. Esa que no se factura, pero salva. La calidad no es solo sustantivo, es la esencia que hace empresa.
Aun así, me sé bendecida.
Agradezco.
Respiro este rebozo cálido de oraciones que me sostiene. Las docenas de whats que me animan. Me detengo en la mano firme de mi Güero, que no me dejará caer. Que me detendrá del abismo desbordado que alimenta mi imaginación.
Llueve tras la ventana.
Más allá está el sol.
Hay nieve, las montañas brillan.
Mi amado cerro del Culiacán debe de extrañarme tanto como yo anhelo mi tierra llana.
Mientras, desde esta orilla, beso silenciosa la cresta de las olas.
Y en Dios, confío mi proceso.

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