Escoge: muerte o la vida
*VI domingo del tiempo ordinario
Pbro. Carlos Sandoval Rangel
“Les predicamos la sabiduría, pero no la sabiduría de este mundo ni la de aquellos que dominan al mundo, (…) por el contrario, predicamos una sabiduría divina (…) prevista por Dios (…) para conducirnos a la gloria” (1 Cor. 2, 6-10).
Es muy cierto lo que dice San Pablo, hay que distinguir entre la falsa sabiduría, la que proclama el mundo, la que quieren imponer los que dominan y controlan, que es tan distinta a la que viene de Dios, que nos hace libres, que conduce a la gloria, que genera fraternidad y alcanza para todos.
Dice San Agustín: el error de la vida consiste en que deseando ser felices, nos aferremos al camino que no conduce a ello. Cuanto más yerra uno el camino de la vida, tanto menos sabe, porque está más distante de la verdad, en cuya posesión y contemplación consiste el sumo bien. En resumen, nadie que no busque el camino de la sabiduría puede llegar a ser verdaderamente feliz (Cfr. Del libre albedrío, Cap. IX).
La verdadera sabiduría crea libertad y claridad en el decidir, en el actuar, de modo que la persona se afana en hacer las cosas adecuadas. Busca no lo que suma egoístamente, sino lo que crea condiciones de vida digna para sí y para los demás. La sabiduría no impone, sino que permite asumir la vida con responsabilidad. Así lo quiere Dios: “Si tú quieres, puedes guardar los mandamientos; permanecer fiel a ellos es cosa tuya. El Señor ha puesto delante de ti fuego y agua; extiende la mano a lo que quieras. Delante del hombre están la muerte y la vida; le será dado lo que él escoja” (Sirácide, 15, 15-17).
Desde esa libertad, el ser humano se convierte en causa de sí mismo (Alberto Magno) para bien, si dicha libertad está sustentada en la sabiduría divina; para su destrucción, si vive más de las propuestas mundanas. Por eso, siempre será incomprensible que aferrándonos continuamente a la segunda nos quejemos de que las cosas en el mundo no van bien.
La libertad es el más bello distintivo con que Dios crea a los seres racionales, entre los cuales se encuentra el ser humano. Y es, así, tan esencial, que nos quiere asistir con su sabiduría para que la usemos correctamente. Dios nos regaló la liberad con el deseo de que cada persona se sirva de ella para edificar su vida y no para destruirla, ni para dañar a los demás.
Sin duda, el mejor compendio de sabiduría de la antigüedad, Dios lo plasmó en los diez mandamientos. Se trata de sabiduría pura para la vida. A Dios le duele cuando nos apartamos del camino ahí señalado, pues Él sabe que cualquier otro camino nos genera complicaciones y, en muchos casos, hasta la muerte. Sin embargo, jamás nos obliga a observar dichos mandatos: “Si tú quieres, puedes guardarlos”.
Para quien hace a un lado la sabiduría de Dios, qué superficial se le vuelve la vida, pues, sin esa sabiduría, el corazón pierde lo sagrado, pierde profundidad y deja de trascender. Sin la sabiduría divina, el corazón se aferra a querer eternizar lo que sólo es temporal y a querer minimizar lo que sí es eterno.
Cristo es la encarnación de la sabiduría, por eso señala: “No crean que he venido a abolir la enseñanza de la ley o los profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles plenitud” (Mt. 15, 17). Y añade: “Les aseguro que, si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán ustedes en el Reino de los cielos”.
¿Por qué nuestra justicia debe ser mayor que la de los escribas y fariseos? Porque ellos sabían muy bien los mandamientos y los podían explicar de modo extraordinario, pero no los asumían como una tarea de la vida, no construían a partir de ellos un modo de vida que enalteciera el nombre de Dios y la dignidad humana.
La sabiduría no es una cuestión especulativa o una simple doctrina por aprender, sino un modo de vida que aprecia lo sagrado de cada persona, pues ahí está Dios. La plenitud de la sabiduría, mostrada en Jesús, es el camino de vida que el hombre necesita, sin la cual el hombre seguirá sucumbiendo en las estructuras de muerte, tan denunciadas por San Juan Pablo II.
¡Señor, permítenos elegirte a ti que eres la vida y la fuente de la vida!