//MENSAJE DOMINICAL:// Enséñanos el camino de la vida

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*XIII domingo del tiempo ordinario


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

La petición que le hacemos a Dios en el salmo 15 se vuelve algo fundamental: “Enséñanos, Señor, el camino de la vida”. De hecho, la primera y principal tarea para todos debe ser, precisamente, aprender a vivir. Cuando se logra esto, estamos abriendo la puerta para muchos otros bienes. Esto implica, entre otras cosas, tener claras las perspectivas y alcances de la vida misma.
Para empezar, como lo recuerda el Papa Benedicto XVI, en la fe aprendemos que tenemos un futuro último y definitivo, y aunque en detalle no lo conozcamos, sí nos conducimos con una certeza: nuestra vida no acabará en el vacío (Salvados en la Esperanza, n. 2). “Por eso, se me alegra el corazón y el alma y mi cuerpo vivirá tranquilo, porque tú no me abandonarás a la muerte ni dejarás que sufra yo la corrupción”.
En la antigüedad, se atribuía al filósofo la capacidad de enseñar el arte esencial: el arte de ser hombre de manera recta, el arte de vivir y de morir. El auténtico filósofo sabe indicar verdaderamente el camino de la vida. Y bajo esa perspectiva, los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia decían que Cristo es el verdadero filósofo. “Él tiene el evangelio en la mano y en la otra el bastón de caminante propio del filósofo” (cfr. Salvados en la Esperanza, n. 6). Él nos dice qué es en realidad el hombre y qué debe hacer para serlo de verdad. Nos indica el camino de la vida.
Ese camino de la vida nos lo anunció Cristo el domingo pasado: “Quien no toma su Cruz y me sigue no puede ser mi discípulo”. Por eso, hoy, Él “tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén”, donde le espera la muerte en la Cruz. Allí nos mostrará que es capaz de vencer la muerte y que la vida que nos ofrece está por encima de todo.
Su decisión de ir a Jerusalén ya es el camino de la Cruz, por eso durante su curso nos irá indicado lo que esto implica. Por ejemplo, nos enseña que el camino de la Cruz implica un no al odio, a las venganzas: los samaritanos no quisieron hospedarlo, a Él y a sus discípulos. La propuesta de estos fue: “¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos? Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió”. Nos enseña que la vida no puede estar sujeta a lugares, cosas o circunstancias en modo definitivo: “las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza”. A uno, Jesús le dijo: “Sígueme. Él respondió: Déjame primero ir a enterrar a mi padre. Le contestó: deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. La familia alcanza su más alto cometido cuando es capaz de lanzar a sus hijos más allá de sus propias dimensiones y circunstancias; es un soporte esencial e insustituible para la persona, pero no puede ser un condicionamiento que evite crecer. Igual nos dice: “el que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”.
San Pablo, por su parte, nos recuerda que el arte de vivir, como lo enseña Cristo, significa aprender a vivir en libertad: “Su vocación, hermanos, es la libertad”. Pero igual nos recuerda el riesgo principal que amenaza la libertad: “Cuiden de no tomarla como pretexto para satisfacer su egoísmo. Antes bien, háganse servidores los unos de los otros por amor” (Ga. 5, 13ss). Tal vez, aquí radique una de las dificultades más altas de la vida, aprender a vivir libres. Increíblemente, en el tiempo actual, pasa mucho que para poder gritar que somos libres, necesitamos estar esclavos de algo.
La vocación de libertad de Cristo y que Él nos invita a vivir a todos, desde la mística del evangelio, exige salir de las ataduras del propio yo, que trata continuamente de colocarse en el centro de la existencia. El yo trata, a veces, de encerrarnos, quiere ser satisfecho en el sentimentalismo, en cosas materiales, en lo superfluo y en diversas fugas.
Sin la mística de la Cruz, seguimos cooperando en la creación de sociedades pobres en todas sus dimensiones, que después se vuelven violentas como lo estamos viviendo en México y en el mundo.
Cada acto de egoísmo nos exige trabajar más y más para nosotros y, por lo tanto, nos encierra en nosotros. En cambio, cada acto de verdadera libertad nos abre a Dios y nos permite tocar la fibra más humana de cada persona.
¡Señor, enséñanos el arte de vivir!

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